El octavo pecado capital
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Es sabido que hay cuatro clases de monjes. La primera es la de los cenobitas, esto es, la de aquellos que viven en un monasterio y que militan bajo una regla y un abad.La segunda clase es la de los anacoretas o ermitaños, quienes, no en el fervor novicio de la vida religiosa, sino después de una larga probación en el monasterio, aprendieron a pelear contra el diablo, (...) La tercera, es una pésima clase de monjes: la de los sarabaítas.(...). Su ley es la satisfacción de sus gustos: llaman santo a lo que se les ocurre o eligen, y consi- deran ilícito lo que no les gusta.La cuarta clase de monjes es la de los giróvagos, que se pasan la vida viviendo en diferen- tes provin cias, hospedándose tres o cuatro días en distintos monasterios. Siempre vaga- bundos, nunca permane cen estables. Son esclavos de sus deseos y de los placeres de la gula, y peores en todo que los sarabaí tas. De la misérrima vida de todos éstos, es mejor callar que hablar.San Benito
Hubo una época en que la luz de la fe pegaba tan fuerte en el alma de los hombres como el propio sol del desierto sobre el cráneo de sus habitantes. Cristo llevaba casi cuatro si- glos muerto cuando surgió en algún lugar del Imperio romano de Oriente un espíritu após- tata y herético, destinado a no revolucionar nunca el mundo de la fe con su concepción hedonista del sacrificio y a no ser proclamado santo, aunque lo fue a su muy excepcional manera.Marcus Hastiadus: onanista, alcohólico y depravado giróvago, emergió como un punto ne gro en la nariz de la ascesis, logrando en la primera mitad de su vida desprestigiar con su actitud a quienes decidían dedicarse a la búsqueda espiritual.Nunca mencionado por ninguna secta ni reconocido en ningún concilio, más bien condena do por los historiadores de la fe al más purgador anonimato; este hombre, dedicado con completa sistematicidad a la redundancia intelectual y al hastío como forma de revelación, logró intuir un estado del alma que había aparecido y desaparecido de la lista de pecados capitales de forma sospechosa y titilante, pero que él aseguraba era EL PECADO CAPITAL.
La mayoría de los santos de entonces, ocupados en martirizarse, prestaron poca atención a Marcus, a quien desdeñaban, considerándolo poco más que un intruso impertinente y un resentido luciferino; del que les extrañaba Dios no se encargara personalmente y de manera ejemplar.Algunos documentos rescatados de los bombardeos y saqueos a los que está sometida esta parte de la humanidad nos permiten acercarnos a la doctrina de un místico pernicio- so, que recorrió, presa de una hambrienta curiosidad, todos los rincones del mundo anti- guo. Leyó y tradujo con fruición las más heréticas teorías hasta sincretizar de forma arbi- traria y bastante imaginativa una religiosidad, que gracias a su disipación no se convirtió en una depravada secta, y le permitió transitar y develarnos uno de los más insidiosos y sibilinos estados del alma.Rescatamos algunos fragmentos de su diario:“...Imaginemos a un individuo cuya alma, llena de agujeros como un queso mal hecho, se vol viese extremadamente vulnerable a todo tipo de efluvios malignos. Un ser, arrinconado al borde de una desesperación vital que lo mantuviese sumido en la más pertinaz insatis- facción y al que las palabras y acciones de sus semejantes hubiesen parecido siempre do- lorosamente mezquinas y miedosas. Un individuo cuyo exceso de bilis negra y amarilla desbordaran el bazo y el hígado, macerándole el cerebro con los más desconsolados y despreciables pensamientos sobre la naturaleza humana.Así, siempre tarde, según su carácter pesimista, se vería corroído por la melancolía, que como una especie de alquitrán de los sentidos, lo mantendría en constante y absurdo mo- vimiento, entregado a la verbosidad y a la concupiscencia, como manera de contrarrestar una insensibilidad casi anfibia, causa y consecuencia de su desasosiego. Podría afirmar que este hombre sería víctima y a la vez culpable de una condición del espíritu en la que los antiguos se negaron a profundizar, porque se trataba de un pecado en el que estaba explicado el sentido completo de la sempiterna confrontación entre Dios y el hombre.Un pecado cuya sola enunciación, equivaldría a hacer vino de manzanas en el Edén, dejan- do el episodio del mordisco como una falta intrascendente. “Estamos seguros de que Marcus se inspiraba en su propio talante, y fue así, casi por error, que dio con uno de los mayores misterios teológicos y morales de todos los tiem- pos. Un vicio que había sido progresivamente eliminado de la lista de Pecados Capitales y asimilado a algo tan aparentemente poco demoníaco como la Pereza.
Debemos aclarar, para comprender cabalmente todo el proceso por el que Marcus accede a estas revelaciones, que él se preocupaba por los pecados, no para rechazarlos, como era habitual entre los ascetas tradicionales, sino para poder solazarse en ellos, ya que te- nía la libérrima teoría de que la ascesis religiosa a través del martirio no era más que un truco sádico del demonio, para alejar más y más a los humanos de la grandeza de Dios.Como estudioso lúcido y desconfiado, Marcus insistía en que todos los pecados capitales tenían algo de divino, puesto que, como solía anotar con letra profunda y vanidosa:...desde los antiguos Titanes, pasando por los Olímpicos o este reciente, aunque sospe- chosamente jupiterino Dios de los cristianos, todos han coqueteado con la ira, la lujuria o la soberbia de una forma que ya quisiera yo alcanzar.Si algún día mi pobre espíritu humano accede a esa Ira maravillosa que le permite provo- car un diluvio; o mi lujuria me transforma en toro para poseer a una virgen, me daré por iluminado...Así que, aun a costa de sacrificar su alma, que consideraba insolvente de todas formas, Marcus insistía en su hastío, en su fastidio y en su desprecio hacia todo cuanto fuera ale- gre, bueno o sagrado. Decía, no sin gran agudeza, que si era pecado despreciar a sus semejantes, por miserables, cobardes y simplones, él con gusto bajaría al infierno, en donde por fuerza tendría que habitar gente más interesante.Como un ejercicio de calculada apostasía Marcus se dedicaba con tesón a pronunciar el nombre de Dios en vano, a perjurar, a deshonrar a su padre y a su madre; y a desear cuanta mujer, cosa o alimento se le pusiera por delante. También robaba y mataba cuan- do no le quedaba otro remedio, aunque no era especialmente inclinado a los crímenes violentos. Sus setenta kilos de peso albergaban una naturaleza totalmente entregada a la satisfacción de los placeres mundanos y a cuanto sentimiento —considerado por los mon- jes como bajo y pernicioso— pudiera albergar en su alma.
Si bien desde pequeño no escatimaba en satisfacer su curiosidad, en desatar su cólera o en disfrutar de su pereza, fue con el paso de los años, la unión arbitraria de preceptos y axiomas recortados, así como la voluntad inerte que produce toda vileza para justificarse a sí misma, que Marcus fue llevado a explorar “los arduos caminos de la salvación” sir- viéndose de las investigaciones de los estudiosos y exégetas de la santidad sólo paradescubrir y disfrutar con fanatismo morboso, nuevas obsesiones y perturbaciones del alma. Durante los primeros años de su juventud Marcus se sintió violentamente impactado, no tanto por las hazañas masoquistas que realizaban los anacoretas de la época, sino por el fervor religioso que aquéllas despertaban en los seducidos por la nueva filosofía cristiana.Hombres llagados pero encadenados voluntariamente a una roca, ancianos que se auto- lesionaban y exhibían sus heridas purulentas e infectadas como muestra del amor divino, cadáveres descomponiéndose al sol en columnas en medio de la llanura. Esto hacía a Marcus cavilar obsesivamente sobre las constantes contradicciones y dogmas inexplica- bles de un culto que implicaba la extinción brutal de todos los dioses anteriores y el con- trol totalitario de un dios sospechosamente parecido a Júpiter, pero sin su carácter lúdico y curioso. Un dios al que se alababa como parte de su culto el dolor, la frustración, la pe- nuria, y las erigía como virtudes no podía ser un dios misericordioso como la propaganda oficial aseguraba.Los místicos alcanzaban el éxtasis a través de indecibles y asquerosos tormentos que de- jaban en el aire una estela a putrefacción que para Marcus no tenía nada de divina. Por otra parte de ser perseguidos al principio, su creciente influencia en el Imperio los había llevado a volverse bastante intolerantes hacia las otras religiones. El saqueo de templos, el lincha miento de sacerdotes paganos o la lapidación de prostitutas habían pasado de constituir hechos aislados a volverse cada vez más comunes y atroces.En cuanto a la infancia primera de Marcus, no hallamos en su crianza justificación para su carácter. Hijo único de un piadoso y tierno matrimonio de la tercera edad, desde muy jo- ven se le enseñó con el ejemplo las ventajas de llevar una vida acorde con los preceptos cristianos. Ninguna razón para su naturaleza desagradecida encontramos en sus progeni- tores, dignos de la más respetable parcelita en el cielo, por su mansedumbre poco dada a la polémica y su acoplamiento acomodaticio a la nueva locura que emergía volcánica desde las catacumbas del imperio en decadencia.Uno de los primeros síntomas del mal que corroía el alma de Marcus se había manifesta- do, como una viveza y curiosidad infatigables que pronto habrían de agriarse, al chocar su expresiva locuacidad con la mezquindad monosilábica de sus coetáneos, de quienes sos- pechaba les gustaba la nueva religión debido a la tendencia que tenían sus profetas aproferir ex tensos monólogos, lo cual les permitía disfrutar esa aridez verbal con la que se regodeaban. Hombres de pocas palabras. Demasiado pocas para Marcus.Cuando niño, una de sus primeras obsesiones consistió en comparar su propia personali- dad, inquieta y correosa, con la resignada y vegetal complacencia de su padre. Un hom- brecito literalmente diminuto, cuya vida se limitaba a trabajar con tesón un terrenito que apenas le daba algunas arvejas pálidas y uno que otro olivo pesaroso. Su hijo no veía más que cobardía y mediocridad en el camino de humildad que el anciano había escogi- do: meditabundo, sonriente y apocado, su lentitud poco agresiva desesperaba a Marcus, así como el poco énfasis que ponía en contestar sus acuciantes preguntas, y lo máximo que pudo sacarle, en los 18 años que su curiosidad rebotó contra su indolencia, fueron un par de “quizá sí... quizá no... eso depende...” lo que había sembrado en el alma de Mar- cus, terreno fértil para cualquier semilla oscura, un árbol de resentimiento, cuyos enormes frutos constituirían el abono principal de su herética forma de abordar la teología.—No sé cómo has podido adoptar una religión basada en la histeria de una virgen judía ¡Por favor! ¿No entiendes, padre, que la religión debe ser como ese opio que le da al hombre la consciencia del infinito? —le gritaba a su viejo durante la cena, mientras éste masticaba con placer la escueta comida que le preparaba su mujer.Su padre ignoraba con gesto benévolo las impertinencias de su vástago y, después de cenar, se dedicaba a separar sus arvejitas o a cepillar con infinita dulzura el pelo de las cabras para quitarles la arena y así pudieran dormir mejor. Posteriormente, durante su adolescencia, pasó a considerar a sus prójimos hijos del hueso de burro con el que Baco terminó de fermentar su ofrenda. De aquellos años datan sus primeros escarceos filosófi- cos, en los que se complacía en intentar trepanar las endurecidas frentes de sus coterrá- neos con sus más recientes reflexiones. Preguntas complejas sobre la naturaleza de la existencia, el porqué de la muerte o la absurda repetición de los ocasos, morían quema- das como polillas contra el candil, contra los dogmas de esa doctrina que a Marcus le pa- recía terriblemente reduccionista y agresivamente tajante.Pastores, campesinos, borrachos y mercaderes de su pequeña y nada próspera aldea, a los que la vida en el desierto sólo envilecía y volvía cada vez más gregarios y constante- mente atemorizados por los romanos, por los bandidos y por cuanta bestia humana o di- vina los amenazara; fueron terreno sediento para las promesas de vida eterna y la reivin- dicación de su miseria que traía la nueva religión.El astrólogo de la aldea sostenía que el día del nacimiento de Marcus una extraña alinea- ción de planetas había tenido lugar, fusionando el agrio y mezquino talante de Saturno con el explosivo y lujurioso temperamento de Plutón, lo que provocaba en el niño esa acti- tud re sentida y lo hacían naturalmente inclinado a la apostasía. Algunos mediodías, mien- tras se dedicaba a pasear con Telonio las cinco cabras de la familia, solía jurar lleno de ira que un día se largaría a Pérgamo o a Damasco como mercenario o traficante de cualquier cosa ilegal. Su vida, y la vida en general, le parecían carentes de sentido. Dios le parecía demasiado orgulloso y poco probable, así que continuamente cuestionaba la palabra divi- na y le ponía nombres graciosos al Altísimo. Esa sensación de desagrado que tuvo desde que estaba en el vientre de su madre llegó a su clímax el día que le dio por pensar que era adoptado, lo que nadie pudo sacarle ya más de la cabeza.Marcus le argumentó a su llorosa vieja, con ese desagradecimiento inherente a su carác- ter, que si María la hebrea podía tener un hijo sin perder la virginidad, bien podía él ser adopta do aunque hubiese salido de entre sus piernas. Motivo por el cual, después de calmarla, mientras ella, llorosa y compungida, insistía en atribuir su aguileña nariz a la rama paterna —cartílago que para Marcus era la causa de los más desdichados pensa- mientos sobre la crueldad de Dios—. Le dio un tibio beso en la frente, le mandó saludos a su padre (que en ese momento se encontraba en el mercado vendiendo una cabra para celebrar el cumpleaños de su único hijo) y partió en busca de su destino.Marcus se consideraba a sí mismo una especie de oscuro mesías, elegido para una ardua y poco celebrada tarea que aún no había descubierto, pero a la que llegaría a través de un ca mino inédito para los otros anacoretas. Exégetas más compasivos buscan el origen de su forma de abordar la teología a partir de una desilusión vivida, el día que su amigo más querido Telonio había sido seducido por un estilita, es decir, según palabras del pro- pio Marcus: “uno de esos harapientos infernales que se dedican a pudrirse sobre una co- lumna en algún poblado y que se habían vuelto motivo de absurdo orgullo cristiano para muchas aldeas”, quien se instaló justo en el centro del caserío en donde ambos se dedi- caban a fornicar de la manera más cándida y alegre, con todas las chiquillas del lugar.Telonio quedó inmediatamente fascinado por el viejo de la columna, convirtiéndose en el devoto que recogía los gusanos que salían de una de las piernas infectadas del asceta y se los devolvía, a lo cual el viejo, como quien se está preparando un café, los volvía a in- troducir dentro de la herida, para que fuera un agregado más a su martirio.No pasó demasiado tiempo para que, siguiendo una moda que secuestró a los más bellos y prometedores pastores de su país, Telonio anunciara a Marcus su retiro a algún lugar — des agradable, oscuro y preferiblemente hediondo—, que le garantizara una pronta purifi- cación de su alma, en la que veía claros signos de flojedad y celulitis. Entonces se dirigió a la Tebaida, en donde dio con una congregación en la que había un agujero en medio del corral de los cerdos. Allí los monjes acostumbraban a depositar los excrementos y los res- tos de comida, y fue justo en ese sitio soñado por cualquier mártir, en donde estableció su morada de asceta.Antes de irse de la aldea que le vio nacer, Marcus recordó su infancia transcurrida al lado de Telonio, sus discusiones, y el día en que, jugando a Caín y Abel, le había asestado un bastonazo en la cabeza y lo había abandonado en el camino. También recordó el día en que ambos descubrieron los placeres de la carne con una de las cabras del rebaño. La nostalgia de esos recuerdos acusó su necesidad de partir, no a convertirse en mercenario como tantas ve ces soñó, sino a encontrar un sentido para su alma. Decidió bajar por la Tebaida para despedirse de su antiguo camarada, aunque cuanto más se acercaba a la inmunda residencia de Telonio su olfato le fue mostrando hasta qué punto le sería imposi- ble causarse a sí mismo algún martirio.— ¡Me volveré un monje vagabundo! —le gritó a su amigo más querido.—¿Un giróvago? ¡Esos jamás alcanzan la santidad! Muchos sostienen que es una excusa de los vagos de siempre para darle cierta legitimidad a su vida pecaminosa. Además, Marcus, a los giróvagos los ataca un demonio invisible, que les roba el alma de una forma tan sibilina que ni siquiera tienen la opción de arrepentirse...Conversar con Telonio se había vuelto extremadamente duro. Los vapores pestilentes que emanaban del pozo eran como un aliento infame que manaba agrio de las entrañas de la tierra, por lo que tenía que hablar a gritos y sin poder evitar las arcadas, lo que hizo que decidiera dejar el pasado atrás lo más pronto posible.Después de vomitarle en la cabeza como un último favor, Marcus partió en busca de su destino. Muy pronto descubrió que era verdad lo que se decía de los giróvagos, e incluso peor. Pero decidió inclinarse por las teorías gnósticas de Carpócrates respecto a la liber- tad moral de los perfectos, lo que lo terminó de precipitar en la lujuria más deliciosa. Des- pués de todo ¿cómo podía un hombre joven y sano como él renunciar a las seductoras mujeres romanas?, ¿conformarse con las esqueléticas y poco aseadas vírgenes cristia-nas? Ni siquiera lo intentó. Así que asumió su peregrinaje con coherencia y se perdió en cuanta tentación diabólica o celeste se le cruzó por el camino. Su catálogo de experien- cias sensuales lo hizo enamorarse de lamias, hetairas o sacerdotisas paganas sin ningún prejuicio, y hasta se dice que fue favorito de un célebre general romano.En Alejandría, Marcus se interesó por la alquimia y la magia, y se dice que así se ganó la vida en un circo por un tiempo. Fue pirata y tratante de esclavos, y murmuró que una es- tafa fallida lo llevó a refugiarse en un templo budista, en el que permaneció por varios años. Se sabe que en algún oscuro instante Marcus fundó un par de sectas, pero su intolerante misantropía le hacía imposible soportar a sus discípulos. Algunos lo acusan de escribir tratados de magia y de practicar oscuros rituales paganos, aunque se sabe, con la certe- za que producen las habladurías, que en los últimos años de su peregrinaje trabajó como bailarina en un tugurio de Salónica.
II
Los cenobitas de la Tebaida se hallaban sometidos a los asaltos de muchos demonios. La mayor parte de esos espíritus malignos aparecía furtivamente a la llegada de la noche. Pero había uno, un enemigo de mortal sutileza, que se paseaba sin temor a la luz del día. Los santos del desierto lo llamaban daemon meridianus, pues su hora favorita de visita era bajo el sol ardiente. Yacía a la espera de que aquellos monjes que se hastiaran de trabajar bajo el calor opresivo, aprovechando un momento de flaqueza para forzar la entrada a sus cora- zones.Aldous Huxley, AcedíaDespués de una década y un lustro viajando por el mundo, una figura negra y ondulante como un beduino a caballo irrumpió en el horizonte de Capadocia descubriendo la figura delgaducha y tostada de Marcus. Los años transcurridos habían cambiado el talante del peregrino. Y aunque se había dedicado con fervor a desatar su ira, su lujuria o su codicia, ha bía llegado un punto en que no sentía más que hastío por los placeres que hasta ese momento habían constituido el único móvil de su existencia, o al menos la acomodaticia manera en la que había estado dispuesto a explorar los caminos de la salvación. Tenía la intención de detenerse un tiempo a descansar y a aguardar un jugoso botín que había ob- tenido, de una estafa que él y un judío errante habían perpetrado a una orden a la que vendieron un lote de hábitos dañados con lejía.Nadie sabe exactamente si Marcus llegó a la Capadocia empujado por la fascinación que despertaba la zona entre los monjes y los ascetas. Era bastante probable que tuviese co- nocidos allí. Cenobitas, anacoretas, giróvagos, e incluso faquires, constituían la fauna de este paraíso de los mártires, pero también cualquiera que tuviese razones para escapar de las ciudades, por asuntos de fe o por temas de otra índole, ya que los agujeros entre las rocas de esa parte del mundo fueron sin duda la inspiración de los futuros condomi- nios de solteros y misántropos.Aunque en ese otoño en que Marcus llegó al valle de Göreme, la zona estaba atestada y se tuvo que conformar con una congregación casi enterrada entre las rocas, en donde le ofrecieron vivienda y comida gratis. Como tenía por regla cuando se instalaba en algún monasterio, se dedicó a observar la rutina cenobítica: tipos obsesivos a quienes los tatua- jes maoríes de Marcus no parecían impresionar en lo absoluto y a quien trataban con una indiferencia y una distancia que le auguraban una aburrida y tranquila convivencia.Durante sus primeros meses Marcus recorría inquisitivamente el lugar, dejándose ver en actitudes llamativas. Esa era una de las tácticas con las que esperaba encontrar a ese com pinche que te pone al tanto de los secretos del claustro, que después de todo podía ser una verdadera penitencia si uno no estaba al tanto de cómo se manejaban las cosas. Pronto vio que no era dentro donde iba a encontrarlo.En el cenobio todos los monjes mantenían voto de silencio y parecían bastante alejados de las tentaciones carnales. Lo más lujurioso que hacían era bañarse, de resto: el trabajo, la serenidad y la oración ocupaban el tiempo en ese templo. Mientras unos se afanaban en el huerto, otro par cocinaba y algunos más se entretenían realizando complejas pintu- ras o cuidaban leprosos en un pequeño hospicio. Estamos convencidos de que fue en ese sitio hundido entre las rocas en donde en donde el apóstata descubrió el origen de su de- solación. El sol del desierto ardía implacable a lo largo de días tan ocres e inmensos, como el ácido des consuelo que lo agobiaba; que lo hacía deambular sin destino, que lo arrinconaba en una desesperación tan muda y tan ardiente, que convertía el esfuerzo de existir en una tarea hercúlea y atroz. Las noches eran heladas como el corazón de la muerte, cuyo latido le pareció escuchar algunas madrugadas, en medio de un insomnio pertinaz que lo hacía despertar con frecuencia mucho antes del alba. Y aunque siempre había sido un fiel cultivador de la me lancolía, ésta le había dado viveza, curiosidad y ma- licia, sensaciones que ahora parecían haberle abandonado.Marcus no sabía a quién culpar de su repentino cansancio y se supo enfermo, pero sus empíricos conocimientos médicos le advertían que su mal era de una naturaleza inapren- sible y etérea. No sabemos si antes o después de estas reflexiones, una mañana en la Sala Capitular un monje calvo y con enormes bolsas negras debajo de unos iris diminutos y opacos se de tuvo bruscamente en medio de las oraciones y se quedó mirándolo con profundo desprecio. Marcus hizo como que no se daba cuenta, y siguió arrancándose la cutícula con los dientes. El tipo, cubierto por una pátina de sudor frío, se le acercó mucho y le espetó violentamente, mientras le apuntaba con su índice adornado por una larguísi-ma uña negra: “¡Puesto que no eres frío ni caliente voy a vomitarte de mi boca!”. Es- cupitajos diminutos y blancuzcos caye ron sobre el hábito de Marcus, quien asqueado y con ganas de golpearlo hasta la muerte, se alejó de prisa y se retiró a su celda. De ahí en adelante, como presa de una maldición, se asomaba a la ventana, caminaba sin sentido de un lado a otro de la panda. Volvía a su celda y de nuevo empezaba a vagar, hasta que en cierto momento de la tarde corría a emborracharse con Babacus, un antiguo morador de ese mismo cenobio que había logrado agenciar se una cuevita para él solo.—Cerca pero no dentro —decía Babacus, que había renunciado al camino de la santidad por falta de motivación.— ¡Nunca llegaré a ser santo, soy demasiado gordo para eso! Es una cuestión de exceso de materia malvada en mi constitución ¿Te crees que con este tamaño me pueden colocar en un altar? Cristo era flaco y los emperadores gordos y degenerados —y primero se reía a carcajadas.—¡No tengo salvación posible, Marcus! ¡Nos vamos a podrir en el infierno!Pero luego dejaba su talante bonachón y alegre y se echaba a llorar abruptamente como un niñito. Era culpa del vino que fabricaba con una raquítica parra que colgaba de un bas- tón a la entrada de su cueva. Un extraño milagro sin duda, porque siempre tenía algo que fermentar y poseía una bien pertrechada bodega repleta de vinos y licores de colores que se multiplicaban en vez de panes y peces, y con los que se dedicaba a experimentar nue- vos y alocados aromas mientras conversaba con Marcus o con cualquier peregrino que pasara por ahí. Cuando se ponía llorón, Marcus abandonaba la cueva y se dedicaba a escuchar el sonido insistente del viento jugando entre las aberturas de esa tierra que todo el tiempo parecía es tar silbando una canción inextricable. Otras veces dejaba pasar los meses tendido en su cama, sin más distracción que el trabajo de una arañita con la que se había encariñado y que colgaba en un rincón de su celda.Años después, y ya consciente de su hastío, Marcus se preguntó si su estado no era el famoso demonio del mediodía, como era conocido en muchos sitios.IIIEl monje giróvago, como seca brizna de la soledad, está poco tranquilo, y sin que- rerlo, es suspendido acá y allá cada cierto tiempo.Un árbol trasplantado no fructifica y el monje vagabundo no da fruto de virtud. El enfermo no se satisface con un solo alimento y el monje acidioso no lo es de una sola ocupación.Evagrio Póntico. AcediaUnos lustros más estuvo Marcus dándole vueltas al asunto, hasta que un día, cuando su sombra se alargaba por la árida llanura y el sol se elevaba en el cielo con una rabia ardo- rosa y blanca, observó la luz, y cegado miró a los lados. Un silencio que casi le dolía, la ausencia de viento y el brillante amarillo del paisaje le produjeron una tristeza tan descon- solada; una epifanía en la que se veía diminuto, más ínfimo aun que una partícula de pol- vo, perdido entre la arena, como si por primera vez fuese consciente de su propia insigni- ficancia e imaginara a Dios, un Dios que siempre había medido según su miserable esta- tura, riéndose de todos esos excesos a los que su soberbia le habían empujado. Los lími- tes del tiempo se ensancharon y se vio condenado a la luz meridiana de la lucidez y al aburrimiento por los siglos de los siglos. Supo entonces, con toda certeza, que esa aflic- ción era el mismo demonio que había tentado a los hombres desde el inicio de los tiem- pos. Era la luz y la lucidez, era la amargura y el dolor del infierno.Algunos, en vez de hablar de pecados o vicios capitales, se referían a pensamientos, y entonces Marcus tuvo la absoluta certeza de que la acedía era, no sólo un pecado en sí mismo, sino la raíz de todos los demás. Anotó en su diario:Compruebo, no sin asombro, que mientras he estado por ahí, vagabundeando y lanzando blasfemias, esta desolación se mantenía dormida, más cuando no me ha quedado más remedio que callarme. Toda mi mezquindad y mi profundo vacío han venido a avergon- zarme como estoy seguro haría sobre mí la mirada de un verdadero y grandioso Dios...¿Por qué vía llegó un hombre tan poco virtuoso como Marcus a comprender la naturaleza de su propia miseria? Tendemos a pensar que fue por pura casualidad, y la pista más sig- nificativa para corroborar esta tesis la encontramos en las notas que realizó en su diario, que nos remiten a un pergamino encontrado en el desierto por un tal Pablo, el herejita, compañero de juegos en Samaria de Simón el Mago.Un día, y como solía hacer en sus ratos libres, que eran mayoría, Pablo se dedicaba a buscar entre las dunas objetos perdidos, ya que debido al intenso tráfico de mercaderes, beduinos y demás fauna que abundaba en los caminos del desierto, caían muchos obje- tos que quedaban sepultados en la arena, pequeños tesoros, que nuestro buen hombre se dedicaba a rescatar, con el fin de comerciar con ellos en los mercadillos que abunda- ban en la zona del Ponto.Así que una tarde inundada de calima, sus dedos estuvieron a punto de ser apareados por un escorpión, pero en vez de eso, descubrió un par de cilindros de bronce que, al lle- var a su guarida, develaron varios papiros escritos en caracteres totalmente indescifrables para Pablo, que a pesar de su respeto a la sabiduría, sólo dominaba un dialecto cerrado de arameo. Y aunque el herejita no logró entender absolutamente nada de lo que repre- sentaba aquella oscura grafía, cuentan que la sola visión de ella fue suficiente para sumir- lo en un estado de delirio tal que le hizo perseguir con saña a los romanos durante un mes, que fue lo que logró vivir luego de proceder velozmente en rapto, a inventar la prime- ra honda de la que se tenga noticia, y a ser posteriormente ajusticiado por algún esbirro de Tiberio. Más tarde los rollos fueron convertidos en un códice, hasta que nuestro amigo Marcus lo encontró por casualidad escondido en la biblioteca del cenobio. Entusiasmado, lo llevó discretamente a su celda y después de examinarlo una y otra vez, intentó traducir la misteriosa lengua en la que estaba escrita. Tarea que poco a poco logró completar con un juego de diccionarios de griego, sánscrito, latín, copto, fenicio y bereber que le prestó Babacus, logrando de ese modo deve lar un libelo escrito en un dialecto muy cerrado de griego firmado por un tal Esculapio de Pileta en el año 542 a. C:..Después de romper para siempre mis tratos y mi amistad con ese tal Tales de Mile- to, arribista filosófico de la peor calaña, cuya absurda y delirante teoría de que todo es agua, inunda con su simplismo miserable toda dialéctica racional sobre el origen de las cosas, y comprobando la cobardía teórica de ese bribón que se negó a irse a vivir al supuesto elemento originario, es decir, en la cloaca en la que habitan todas sus ideas, yo, Esculapio Piriandro de Pileta sostengo, sin la más pequeña duda, que todo es NADA, es decir, que LA NADA y solo ella habita en todos los elementos y que el vacío es lo que llena todas las cosas. Teoría de sencillísima com probación empírica, porque lo que queda cuando algo no está es “NADA” y esto no tiene dis- cusión posible, y el ser no es más que una absurda construcción cimentada en losnada fiables suelos de la NADA, ni “aire”, ni “fuego”, ni ostras del mar muerto en vinagre”, por lo que, siendo consecuente, y en nada pareciéndome a ese cobarde, declaro que me largo adonde abunda el elemento base del universo es decir, al de- sierto, que ya querría verlo yo a él habitan do las profundidades de un río...—¡Pero Marcus, estás hablando de uno de los mayores misterios del conocimiento espiri tual, ya que no se conoce con exactitud la naturaleza del mal y sus implicaciones! por eso los sabios decidieron relegarlo, incluso eliminarlo nominalmente de la lista tradicional de pecados capitales, dejando sólo siete, ¡que son los que ya tú conoces y practicas con en- tusiasmo fervoroso! —le espetó Babacus mientras ambos probaban un nuevo fermentado de lagartija con cactus llamado “O sole mio”.Según le contó, la acedía se había erigido como uno de los mayores misterios espiritua- les, pues se comentaba que el mismísimo Cristo, en su estancia en el desierto había ro- zado tal estado del alma. Así que, ¿cómo podía juzgarse a un seguidor del Mesías si atravesaba una crisis similar? Los más radicales alegaban que una crisis similar viniendo de un hombre im puro era ya en sí misma una aberración y conllevaba el pecado de orgu- llo. La gran cantidad de posiciones enfrentadas sobre la naturaleza de ese estado lo dis- tanciaban de la condición de vicio, pero de ninguna manera podían emparentarlo con la virtud. Tampoco se podía alegar enfermedad espiritual porque recordaba demasiado el aburrimiento primigenio que había creado el universo. Por lo tanto Marcus empezó a sos- pechar que detrás de su dolorosa e insípida turbación se escondía un misterio sagrado de terribles connotaciones para la doctrina toda.Según había logrado averiguar, la acedía consistía en una especie de insatisfacción exis- tencial que atacaba a algunos hombres sabios, sobre todo al mediodía, y que les hacía desesperar. Los seducidos por este vicio poco espectacular y terriblemente pernicioso en- contraban infinitamente absurda la existencia sobre la Tierra y eran conscientes de que no había nada delante ni detrás. Es decir, llegaban a la convicción más íntima posible de que todo era vanidad, por lo que nada valía la pena.Por razones que no lograba dilucidar, pero seguro de que plantearían serias dudas sobre la naturaleza de Dios, este pecado, no tan escandaloso como la ira o la lujuria, había sido borrado de la lista por motivos oscuros que calzaban con su verdadera naturaleza, más perniciosa y más brutal, que la sencillez de espíritu con la que suele asociarse el aburri- miento.Después de años entregado a pecados menores como la lujuria y el orgullo, Marcus esta- ba seguro de que había logrado descifrar el secreto más hermético de todos. Una falta que comprendía a todas los demás y que en sí misma reflejaba la mayor contradicción entre la búsqueda de sabiduría y el agrado a Dios.Parece claro que Marcus nunca trató de compartir con nadie sus descubrimientos. Atemo- rizado comprendía que seguramente Dios sabía que él sabía. ¿Qué sabía Marcus? Sólo él lo sabía. Y aunque durante algún tiempo estuvo paranoico por haber descifrado seme- jante se creto en el origen de todas las cosas, y comprendiendo que era algo que podía cambiar para siempre la concepción del universo, decidió utilizar su descubrimiento para no agobiarse pensando que el mediodía era como su alma. A partir del hallazgo, amargo y circular, per donó su propia naturaleza, pero sobre todo tuvo compasión de Dios. Así que dejó de preocuparle saber si existía o no.El agua fresca de la comprensión le dibujó a Marcus una extraña sonrisa en el rostro. Un nuevo talante, silencioso y activo se apoderó de su carácter. Recordó con cariño a su des preciado padre. Luego decidió irse a pelar papas a la cocina para ganarse la estancia. “Ora et Labora” fue su nuevo lema.Luego de un día de muchas tormentas de arena y muchos funerales, el viejo Marcus Has- tia dus entró en su celda y saludó a su arañita, descendiente de la primera que conoció, y así se remontó a generaciones de arañas como nunca hubiese podido concebir. Aunque le parecía y esto le hacía feliz que esta y la primera araña eran la misma. Y le comentó que el mundo seguía como siempre, moviéndose aunque él se hubiera quedado quieto allí durante medio siglo.La arena, las horas, habían continuado borrando del corazón de Marcus aquel vacío, por lo que decidió, sin ningún sentimiento de culpa, echarse una siesta antes de limpiar a los le prosos, que era su última obligación voluntaria en el convento.Esta es la historia de cómo Marcus descubrió en su fastidio algo que nunca pudo revelar a nadie porque apenas lo hizo dejó de preguntárselo. Entonces, mientras creía soñar, sin- tió un fuerte dolor en la cabeza y abrió los ojos, lo que le llevó a tener una visión espanto- sa y a la vez increíblemente dulce: la nariz de su padre, llena de puntos negros, le estaba hablando muy de cerca:—Marcus, hijo, despierta ya...— ¿Eh?Y recordó a Telonio, con el que se había peleado por unas cabras salvajes.—Telonio te asestó con el bastón en la cabeza y te dejó allí en la arena, hasta que unos monjes te encontraron y te trajeron a casa...— ¡Maldito Telonio!Luego miró al rincón de la pared: una araña estaba empezando a tejer su telaraña.
Fin
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