Tiempo: magnitud en que se desarrollan los distintos estados de una misma cosa u ocurre la existencia de cosas distintas en el mismo lugar. Se le da con mucha frecuencia un valor patético, como sucesión de instantes que llegan y pasan inexorablemente y en los que se desenvuelve la vida y la actividad (…) dic. Maria Moliner.
El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito, y sólo capaz como tal de un número finito (aunque desmesurado también) de permutaciones. En un tiempo infinito, el número de las permutaciones posibles debe ser alcanzado, y el universo tiene que repetirse. De nuevo nacerás de un vientre, de nuevo crecerá tu esqueleto, de nuevo arribará esta misma página a tus manos iguales, de nuevo cursaras todas las horas hasta la de tu muerte increíble
Nietzsche (citado por Borges)
“En verdad, ser una cosa y contemplarla constituyen dos hechos. Sin embargo, hay regiones y esferas en los que dos no hacen sino uno: el narrador está en la historia, pero no es la historia, es el espacio que la contiene pero no la contiene; fuera de ella también existe, y un recodo de su espíritu le pone en situación de analizarla.”
Thomas Mann.
CAPITULO UNO
Los viejos dicen que antes Caracas era bonita y que no saben qué le pasó. La ciudad soporta que todo el que la habita diga que es una ciudad de tercera, que crece caóticamente; donde todo está condenado a ser expoliado, a ser saqueado, a ser asesinado. Una ciudad deformada por los ranchos infinitos que invaden la montaña, repartida entre su verde tropical y el gris y el pardo de la pobreza, escindida entre sus luces de neón y sus carnavales sangrientos, entre sus urbanizaciones de lujo caribeño y sus inmensos barrios condenados a la ira.
Iluminada, explosiva, implacable.
Sucia y traicionera.
⎯“Mierda de ciudad tercermundista”, dicen.
Por eso Caracas a veces se arrecha y les pega un tiro.
Adivina adivinanza:
⎯ Hay un caminito largo que no llega a ninguna parte... y te estás viendo cuando lo estás recorriendo, y cuando lo atraviesas ha desaparecido contigo, que estás en el mismo lugar pero ya te has ido…
Ariadna acaba de salir del baño, y se sienta junto a una chamita que ha visto un par de veces. Aspira su cigarrillo, lo retiene un rato, concentra su mirada en la cerveza, luego en uno de esos gestos característicos se toca la nariz como quien se prepara para mentir.
Mira obsesivamente hacia un punto indeterminado con una leve sonrisa, mientras aspira el cigarrillo con ansiedad y luego lo expira distraída, abducida por su propia intoxicación
La chamita le está diciendo algo, se voltea
⎯¡Qué ¡ ¿ …qué?
⎯eso, eso que te acabas de meter en el baño…
⎯ah
⎯No sé…
⎯supongo que es malo, no lo pruebes.
Ve a Cairo entrando de nuevo en el bar, agarra la jarra de cerveza y se acerca a su amigo que aún ni la ha mirado.
⎯¿tienes la vaina?
⎯aja pero está recortada...
⎯pues nada, vámonos ya...
Retrasando, un año, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve diez…
El momento de decir esto, de escribirlo. Aunque muchas veces en fragmentaciones etílicas descubriera a ese personaje que se desprendía de mí, esa otra que era yo, en otros días, en esta vida que ya no es la misma.
Relatándolo durante uno, dos, tres, cuatro… siendo, durante cinco, seis, siete ¿ahora? Siendo eso, contando lo que fui…
Ahora me meto una pastilla en un bar, ahora danzo infinitamente en esa pista de sonidos incandescentes y monótonos, aquí ya no se justifica tanta desolación ¿pero es el tiempo o es el lugar? ¿o soy yo que transporto mi lugar y mi tiempo a cuestas como ese Prometeo al que le vuelve a crecer el hígado para que esa ave castigadora pueda arrancarlo de nuevo?.
El tiempo puede desfigurarte el rostro, puede acabar con tu cuerpo. El tiempo puede hacerse eterno y encarcelarte en una especie de celda de la desmemoria; puedes venderle tu alma al diablo, puedes venderle tu tiempo; el tiempo puede simular que no ha pasado por ti, el tiempo puede destrozarte en un segundo.
¿Cómo retornar ese cuerpo desmembrado?, ¿cómo hacerlo fluir en una sucesión de días, de acontecimientos, hacia lo que ya no soy?
De nuevo aspiro una raya, ahora no sueño con el mar, vengo del mar, no me imagino una isla, estoy en una isla. Sin embargo permanezco atrapada en aquella historia; una historia como esas yonquis viejas y flaquitas que tienen un perrito feo y sobrevivieron a todos sus amigos, sobrevivieron incluso al delfín que ahora muerto, tienen tatuado en una nalga.
Diez, once, doce años, la adolescencia pasó furiosa por mí como pasa el fuego por una mecha. Símil fácil, como oro sol, y cielo azul, pero el puto cielo es azul por muy original que yo pretenda ser. Sobrevivo, no toso excesivamente y hago deporte.
Y descubro lo que hicimos, creyendo que matábamos el tiempo cuando en realidad estábamos bebiéndonos desaforadamente nuestra ración de horas. Creer estúpidamente que sólo porque logré escapar del lugar el tiempo perdonó mi osadía. Pero no, todas esas horas asesinadas me persiguen. Se posan sobre los días y los hacen más infinitos aún, demasiado largos para que yo tenga la fuerza de atravesarlos. Es entonces cuando comprendo el desierto y se extiende sobre mi futuro no permitiéndome creer en los oasis. Creí que escapaba, que sólo porque huía de mi país y de mi familia había escapado, creía que lejos, en el primer mundo la vida eran escaparates iluminados, habitaciones en penumbra, sonido de violonchelos, viejas aventuras, trenes, sobretodo trenes infinitos que te llevaban no sé sabe dónde.
Una penumbra, una antigua música que ya no recuerdo, otro olor, otro clima.
Estaba el mundo lejos de esas calles, estaba el gran espacio. A tu padre no le dio tiempo de llevarte, pero recordabas su cara de satisfacción cuando hablaba de sus viajes, de su novia finlandesa, de su época de guía turístico, recordabas lo que decía tu madrastra que se enorgullecía de conocer todos los continentes menos Asia. En cambio, el aliento de Caracas, su clima, era como estar sumergida en la boca ardiente de una fiera, con su resollar espeso a mugre y a desilusión y esa selva que nos rodeaba, esa selva que queríamos atravesar y que nos comíamos como un pequeño cáncer de edificios y asfalto.
¡Cuántas veces me creí el absurdo cuento de la supervivencia! El superviviente es el psicópata de la experiencia religiosa. El superviviente recuerda su muerte insistentemente. Es por eso que en la reencarnación se niega la memoria, el pasado sólo es saludable si se impone un límite muy corto. Todos los supervivientes nos volvemos obsesivos, porque el pasado permanece allí asechando para siempre, porque nos persigue, y el tiempo no es lineal, es circular, aunque curiosamente invertimos esa máxima que dice que todo conduce a la entropía. Los supervivientes nadamos a contracorriente. El aventurero que cree salvarse sólo puede vivir como Ulises, pensando siempre en regresar a una vida que ya ha sucedido. Siempre se decepcionará al encontrar a la vieja Penélope, resentida y arrugada. Vivirá añorando siempre lo que ha tenido justo en el momento en que ya no existe.
Náufrago, naufragado: primero crees que te mueres, luego crees que te salvaste y luego te preguntas qué sentido tiene salvarse en una isla desierta. Y me imagino que cuando el sol te achicharra la cabeza y los mosquitos nativos te chupan la sangre empiezas a pensar que lo mejor hubiese sido ahogarse. Pero en la isla solitaria sólo puedes conversar con el viento y esperar, hasta que pasados unos veinticinco años empieces a resignarte a que no te rescatará nadie y pasados veinticinco más te preguntes sino fue verdad que te ahogaste aquel día y estás en el limbo, que es justo así como una puta isla desierta.
La supervivencia: para un náufrago su vida es sólo lo que recuerda. Parece a veces que uno se escapa, que en las olas de la existencia logra uno arribar a extrañas islas, a veces parece eso. Pero a veces parece también, tiene uno la sensación, de estar en un pozo amargo de cerveza caliente, con el cansancio de quien no puede seguir bebiendo más.
¿Dije bebiendo? Quería decir viviendo.
Quizá la respuesta se materializa entre esos eslabones, entre esas pequeñas fibras que asocian un devenir a otro, una inminencia a un suceso… la memoria, esa alucinación engañosa que nos hace creer que somos algo.
Un día me levanté y ya la ira no estaba allí, había dejado el vacío, y sin ira tampoco quedaba demasiado amor…
El alma se construye sobre unos borrosos eslabones de recuerdo, sobre suposiciones, sobre nubes lisérgicas, sobre absurdas traducciones del pasado.
⎯¿Dije traducciones? Quería decir traiciones.
Para explicar el tiempo hace falta una memoria farsante y una realidad prosaica, hay que jugar a ser devorado por la melancolía. A sentarse, como el cronista de la propia desaparición.
Hay individuos que permanecen constantemente en un mismo ámbito mientras su cuerpo varía a altas velocidades y hay personas para las que no se deslizan las horas y el ambiente sin embargo se altera considerablemente. En un mundo de posibilidades se teje la nostalgia del futuro, esa melancolía invertida que permite extrañar lo que aún no sucede, lo que aun se despereza de su inexistencia y sólo promete con su oquedad, con el espacio que le espera para albergarle.
¿Cómo ubicamos a alguien?
Las coordenadas se nos complican un poco. Pueden ser muchas.
Siglo veinte, planeta tierra.
Finales del siglo veinte, planeta tierra, ¿tercer mundo?
Finales del siglo veinte, adolescencia, planeta tierra, ¿tercer mundo?, Latinoamérica.
1989, ¡Tercer mundo!, Latinoamérica, Venezuela, Caracas, 17 años.
Marte con Plutón en casa uno en conjunción y Urano con Mercurio en casa uno conjunción, 1972, un mes antes del nacimiento programado, Libra ascendente Libra.
Regentes de Escorpión en conjunción casa uno, bilirrubina alta, incubadora a la derecha,
Hospital universitario.
Otras ubicaciones de espacio tiempo probable:
Navegando en forma de espermatozoide competitivo por los túneles del vientre materno.
Contemplando el ocaso desde El Puerto, desvinculándome del silencio, girando la bicicleta de la memoria, resbalando por la Rueda de La Fortuna, siendo poseída por La Estrella, cantándole endechas dulces al destierro.
Más atrás: Los estratos del recuerdo, las gavetas polvorientas del desapego. Un albatros escapa de un libro mientras me dejo arrastrar por las olas, estallan contra las piedras, se hace la luz, unos brazos te rescatan de la incubadora; lloras porque alguien no te desea. Una amiga te escribe un e⎯mail desde Minneapolis, marcas el código de Caracas y preguntas como va todo. Una china toca Laúd por los pasillos del metro de Madrid, el teléfono te sigue hablando con voz de hombre alquitranada, se oye al fondo el campaneo de los vasos, del hielo derritiéndose en el whisky, de tus sandalias polvorientas marchando sobre los adoquines, de ésta isla solitaria y ese mar que te narra aquella historia.
Le tiras las cartas a una prostituta colombiana.
⎯“Todavía no volverás” le vaticinas.
Ella te mira desesperada:
⎯No puede ser, ya tengo el pasaje...
17 años después, diez años antes, ocho mil kilómetros después, cero kilómetros antes.
Tiempo: pasado. Lugar: muy lejos.
Veo a Ariadna allá en ese valle, la veo levantarse, la veo asomarse a la ventana y observar la ciudad a lo lejos y la montaña que la resguarda del mar Caribe.
Veo la urbe emerger oscura y torpe, turbia y ruidosa como el monstruo del lago. Oigo el bramar lejano de los coches, los pitos; la música que siempre acompaña a Caracas, que la va cantando a medida que se sucede, como un constante caos narrado con tambores por antiguos dioses muertos, ebrios de yopo. El Ávila, los ranchos, las autopistas y los anuncios de neón, la inmensidad de su desorden, su calor, sus balas. Siempre me gustó Caracas, aunque todos mis amigos la odiarán, siempre me pareció deliciosa la autopista llena de viejos edificios y escaleras de incendio misteriosas y asesinos agazapados en las esquinas... Caracas inmensa y malandra, soleada y oscura. Caracas sucia, llena de papeles y mendigos, llena de smog y de vendedores ambulantes, llena de policías y cagadas de perro. Una fuente y un lector de cartas tuerto. Un antiguo prostíbulo francés forrado de terciopelo rojo y unas cervezas al atardecer, una tarde en un mirador en las afueras, contemplando desde una cima el hermoso valle que se desparrama en cascadas sobre la autopista; Caracas silenciosa, sus mangos y sus callejuelas llenas de hojas secas y sus casas misteriosas, y sus antiguos edificios en donde habitan viejitas desoladas.
Como un animal enjaulado en sus diecisiete años ella también se revuelve en círculos, caminando descalza entre las camisetas, pantalones y libros regados en el suelo, buscando algo, y olvidando que lo busca, pensando si se viste, si sale, y a dónde va.
La miro entonces como quien recuerda a alguien que en paz descansa.
Me he vuelto narradora para rendir culto a esa vida que ya no me pertenece. Ahora soy la que escribe, la que recuerda, la que escapó de ese lugar sólo para mirar atrás y relatar, para cumplir mi dramática promesa adolescente de no dejar que todo fuese olvidado: Ariadna, la rescatada por Dionisio, la rescatada por la demencia, la rescatada por la furia. Ariadna, la abandonada por el héroe, la traicionada. Ariadna despertando de su aventura, perseguida por el Minotauro en sus pesadillas, Ariadna en ese islote reseco del desprecio.
Y el tiempo se ha desgajado como la arena del reloj, y he venido aquí, a un lugar muy al sur del mundo para relatar esa historia de callejones, de olor a fruta y abrazos temblorosos, de cocaína chamuscada y dolor.
Miro al horizonte, miro al mar, como han mirado al mar desde hace siglos todos los náufragos: las olas prosiguen su ritmo mientras duermes, mientras sueñas que el tiempo no ha transcurrido, o es un tiempo nuevo, o estas fuera de él o, y pasan años y uno se acuerda de ese sueño que tuvo o sueña que se está acordando que soñó. O el tiempo de la memoria, ese que es engañoso, que está distorsionado por la pátina del recuerdo, mentirosa, una estafadora sobrevalorada: la memoria. El presente no existe, según algunos porque cuando lo nombramos ya ha sucedido.
¡O Esa sensación de cuando estás hasta arriba de cocaína y te acuestas pegada del techo, en la cima de ti misma, a las máximas revoluciones que puede soportar tu máquina, y tratas de dormir ¡
⎯¡dormir!! Ja!
Y sientes que estás atrapada, que el tiempo es eterno y es siempre igual, que los días se repiten idénticos, con las mismas noches insomnes y la misma incomodidad en el cuerpo. Y quisieras morir para descansar un poco.
Cairo irrumpe en tus recuerdos, con la boca como un pez, tratando de hablar sin que se le escape ni un poquito de humo, los ojos pelados, las pupilas pequeñitas: pez, batracio, bacalao de los infiernos, te pasa el cacharrito:
⎯Te toca nena, te puse tremenda piedra.
Aspiras, como si todo el oxígeno del mundo no te bastara, como si en esa sustancia podrida fueras una criatura del humo y nadaras en una realidad muy distinta a la que ahora te rodea.
Ahora no eres nada, te has saltado toda la burocracia existencial y escapas, no estás, sencillamente no estás para nadie, ni para nada.
Más allá y más acá de los recuerdos.
Fuera de todo.
La noche se ha acabado, la risca se ha acabado, está a punto de amanecer. Ya se escuchan afuera los autos que despiertan, se oye la madrugada y su aullido lejano de sirenas, de despertadores.
La aurora de sonrosados dedos. Cairo sale por la puerta, tú cierras. Poco a poco vuelves a estar, todo aparece, empieza el sueño, el cansancio, la sed, empieza otro día que tratarás de no ver. Irás a dormir, te acostarás pensando que hay muchas cosas que resolver, como saber a dónde vas a ir, a dónde.
La infancia acabó, ha empezado la verdad, ya no hay más sueños de piratas raptando joyas a su cueva, ni trenes en la india, ya no son verdad las películas, ahora es verdad ésta ciudad, o tu cuerpo.
En el baño, frente al espejo, te cepillas los dientes, sangras, y te quedas mirando los ojos rojos y esa cara desconocida, que vas conociendo, que se presenta como tú misma:
⎯Mucho gusto, ja, muchísimo gusto.
Luego en el cuarto los libros, la ropa regada por el suelo: aquí todo pasa veloz, aquí nada se queda.
O ese recuerdo que te asalta, que te rapta, que te lleva por una eternidad a otro lugar.
O cada vez que despiertas, cada vez que velozmente caes de algún infierno, no sabes donde y en segundos tienes que saber en qué ciudad estás, en qué cama, con quién, por qué.
Analogías del tiempo:
Un número de fichas para jugar a la ruleta.
Un número de granos de arroz para comerciar en el mercado.
El canto de un pájaro que te distrae de tu camino durante trescientos años.
Una calavera con una guadaña y el número XIII
Saturno masticando hijo gordito y llorón.
Un reloj de arena vigilado por un señor de barba blanca.
Los latidos del corazón.
El número de compases en una nota.
La espera.
La memoria.
La vejez.
Lo que dura la consulta con un abogado.
Lo que te roban en tu trabajo.
El único tesoro de los pobres.
Un niño asaltado de pronto por un futuro que desconoce.
Los minutos (las horas, los años) que tarda una mujer en tener un orgasmo.
Lo que dura.
Lo que tarda un hombre.
Los meses de gestación.
La menstruación.
La primera parte de una coordenada.
Una forma de creer que se puede medir el caos.
Lo que es inexorable.
El olvido.
Einstein que era considerado lento en los estudios y por eso inventó la teoría de la relatividad que sugiere que él no era lento ni los demás eran rápidos sino que cada quien tiene su propia medida del tiempo dependiendo de dónde está y cómo se mueve.
El horizonte de sucesos de un agujero negro absorbiendo las piernas de un astronauta mientras arranca su cabeza.
El tiempo que es oro o son centavos de dólar.
Lo que tarda alguien en contestar una llamada telefónica.
El número de pulsaciones por minuto.
Las campanadas de una iglesia.
¿Hay algo antes del tiempo? ¿Y después?
¿Existe lo eterno?
¿Por qué son más fiables los relojes redondos que los digitales?
¿Qué quiso decir Dalí con esos relojes derretidos? ¿Era una broma?
Lo que tarda en consumirse un porro. O una piedra.
⎯Christtt, crickst, chirrr, cricri: ¡una rana gime en la cima de la pipa.!
Lo que más nos preocupa a algunos.
Sobre el tiempo se puede charlar durante horas, con el cerebro aceitado por la cocaína y una cerveza tras otra.
El tiempo. Se puede especular sobre él mientras se le mata, de hecho, hablar sobre el tiempo y matarlo es casi lo mismo.
Si por ejemplo, nos pasamos de rosca con la velocidad de la luz:
Empecemos cantar invocando a las Musas Helioconíadas, que habitan el grande sacro monte Helicón y danzan con sus histéricos pies alrededor de la violácea fuente y del ara del prepotente Cronión. Después de bañar sus cuerpos en las luces de faros en las ciudades y emborracharse celebrando a Dionisio, el de álgido despertar; al rígido Apolo el de ojos encendidos; al fatal Marte el de musculosas piernas; a Afrodita la de olorosa piel, a Démeter la de maternal asfixia; a Poseidón el que canta en los mares de las almas inmensas, a las áspera Tierra, a la dilatada distancia, a la alucinógena Luna, al ardiente Sol y a la sagrada familia de los demás inmortales y sempiternos Dioses. Ellas son las que me raptaron para éste hermoso canto, mientras apacentaba corderos al pie del sacro precipicio. Y las mismas Diosas, las Musas del desapego, hijas de el Trueno, habláronme por primera vez con éstas palabras:
“¡Rústicos pastores, hombre sin dignidad, vientres tan sólo! Sabemos forjar muchas mentiras que parecen verdades y también sabemos decir la verdad cuando nos place.”
Así hablaron las deidades. Cogieron entonces un hermoso ramo de verde Cáñamo y me lo entregaron para fumar, inspirándome una voz divina para cantar lo futuro y lo pasado. Mandáronme así mismo que celebrara el linaje de los felices y desdichados amantes y que a ellas las invocara al principio y al fin de los cantos.
Más ¿qué puede importarme lo relativo a la nada y a la roca?
Principiemos por las Musas que, cantando en el Olimpo, deleitan el gran ánimo de la madre Soledad al celebrar con sus voces concentradas lo presente, lo futuro y lo pasado. De su boca mana una voz ronca e infatigable y empieza a difundirse el suave canto de las deidades.
Empieza todo en un vacío luminoso como el desierto, comienza en el paso que pretendiendo alejarse del vacío canta la endecha turbulenta del destierro, con sandalias calcinadas por el paso de dragones. Empieza en tu ciudad pidiendo en la penumbra una promesa, empieza en el gran vacío de un viaje infinito hacia la lejanía.
Ante todo existió el Caos y después la tierra de ancho pecho, morada perenne y segura de muy mortales que habitan las cumbres de su nevada soledad; el tenebroso tártaro donde las sombras de los muertos conjugan la canción de la despedida; y Eros, el más bello de los inmortales dioses, que libra de cuidados a todas las deidades y a todos los mortales y triunfa de su fe y de sus apasionadas decisiones.
Del Caos nacieron la Niñez, y la Negra noche de la adolescencia, y de la última, que quedó encinta por haber tenido amoroso consorcio con el Destierro, se originaron el Éter y el Día. La Madre comenzó por producir el cielo estrellado así como la insolente furia de la lluvia tropical
No, no. Stop. Fww.
Valle de Caracas, en alguna urbanización en las afueras, en donde las bocinas y el smog se disuelven y no llegan, permitiendo que la vida transcurra sin la suciedad y el ruido que caracterizan la ciudad.
Silencio, neblina, un clima agradable, gentecita burguesa que sale a hacer sus compras, la pobreza y la decadencia de Caracas están a media hora de aquí, media hora para huir o para no volver nunca más.
Amanece de nuevo en "El Placer". El uruguayo se encontrará garabateando paredes por el pueblo y su resentimiento.
En éste instante sólo quedan libros arrastrados por el suelo, pantalones desmembrados, su altar de botellas rellenas de acuarela de colores; ésta mañana sólo abundan los restos de su desolación de diecisiete años esparcidos como ceniza por los rincones ,entre los libros, entre esas fotos inmemoriales que ahora yacen en cualquier ataúd de la memoria.
Ariadna se despereza mientras los latidos de su corazón aún no se normalizan del todo y un reclamo agrio le amarga la laringe. Abre los ojos, los vuelve a cerrar porque fuera el sol ardiente del mediodía le hará sentir que es oscura, se oculta de nuevo.
Busca entre los pliegues del sleeping algún cigarrillo encaletado. Es imposible dar con algo para prenderlo.
Se levanta, revisa los bolsillos de todos los pantalones del cuarto, reúne algo de dinero. Un reloj ruidoso le cuenta que son las once. Se echa un viejo sobretodo sobre el cuerpo desnudo donde hay una cajita machacada y un fósforo húmedo.
No sabe si lo que hace es recordar la noche pasada o si ella se desliza más allá de ese tiempo real como en una carretera que la sigue atravesando aún después de que despierta.
“Soy una sombra fanática que rasga Silenciosa los muros blancos, lamidos por
la luz de los faros, dejando restos de sangre a cada paso. Soy una maroma de las alucinaciones, doy tropiezos o mejor caigo, mientras tus ojos que no entiendo se tienden intoxicados sobre mi desasosiego. Mejor no sangro, bebo, e hilos de cigarro azul me elevan hasta donde el cielo es
imposible, persiguiéndome para que sea presa fácil de los cazadores de dementes.
Sin embargo, presiento un aleteo en esas madrugadas, aunque rápidamente se esfuma..."
Baja descalza a la panadería, el largo cabello despeinado, gafas redonditas de Jhon Lennon, costumbres de rockero autodestructivo, la desinhibición de la cocaína aún en la sangre, los restos de la ebriedad, mientras sueña con que después de todo así terminaban las actrices de los años dorados: descalza, libre.
La gente la observa, ¿por qué está desnuda y descalza bajo el sobretodo? ¿Porque es joven? ¿Porque tiene el pelo largo y alborotado? ¿Porque compra demasiado alcohol a su edad y a ésta hora? ¿se preguntaran quiénes serán sus padres?
Linda urbanización de lujo, lejos de Caracas y su boca de animal que al contrario que la antigua Roma no desciende de la Loba si no que es la loba misma.
Rómulo y Remo no fundaron esto, esto lo fundaron algunos desaprensivos que vinieron de España, lo fundaron desarraigados, aventureros, buscadores de oro, a Caracas la fundó una circunstancia y a todos los que la habitamos nos tiene allí la circunstancia de no preguntarnos demasiado por qué no estamos en otra parte.
De todas formas “El Placer” está lejos de los malandros y no llegan autobuses para que no se suban y vengan a robar. A las cachifas que limpian las quintas de las doñas las van a buscar a la parada, que queda lejos, y nada de transporte urbano, que aquí los únicos que tiene que subir tienen coche. Para bajar a la ciudad es necesario pedir cola, estirar el brazo, pero para ella es fácil, porque parece estudiante, y porque a cualquier viejo verde le encanta bajar acompañado de una chama.
Caracas huye de sí misma, dejando el centro para los pobres, los buhoneros y la burocracia.
Ella se siente bien, a ella el ratón, la resaquita, le produce alegría, histeria eufórica. Compra una canilla de pan, veinte bolos de jamón, veinte de queso y un pote de jugo de naranja; dos escaleras más abajo en el supermercado compra una botella de Pampero, tres Polares, un chocolate, un paquete de galletas Óreo. Paga en caja mientras los portugueses la miran risueños. Esto no le hace gracia, no termina de entender de qué se ríen. Ella cuando se ríe así, a solas, generalmente se ríe de lo imbéciles que son los demás, por eso, por mala conciencia, no le gusta que los demás sonrían. Vive en uno de los cuatro apartamentos del Centro Comercial, reservados casi exclusivamente a estudiantes y a ella que a falta de mejores apelativos, se considera estudiante de sociología de campo o lo que en tiempos más románticos se conocía como la universidad de la vida. El piso está desordenado. Un caos relajado. Muebles roídos, latas de cerveza, potes de jugo rellenos de la pasta negra que forman las colillas batidas con zumo de frutas, unos viejos archivos, enormes ventanales sin cortinas y una computadora al fondo.
Cuando llegó allí aun no conocía a sus cinco compañeros. Sólo sabía que eran estudiantes de la Simón Bolívar. Dos chilenos, un uruguayo, un colombiano y un venezolano. Ella conocía al venezolano de antes porque vivía en el mismo edificio de su madre (y el de ella durante quince años).
Al principio pensó que se encontraría a unos sifrinitos con cuarto alfombrado y maquetas de avión colgando sobre la cama, pero por suerte no fue así.
Eran unos rojitos, hijos de los exiliados, que tenían la política en el pasado, en amigos muertos, en padres tristes. Ariadna estaba exiliada pero de su casa. Se lo enseñaron en el colegio: “La familia es la base de la sociedad”, así que la sociedad de su madre era una dictadura, en donde no había libertad de expresión porque un bofetón seguido de la frase “no seas contestona, ¡coño!” establecía los límites de la censura, una sociedad pequeño reflejo de la que estaba afuera ya que había intentonas golpistas por parte de su hermana y ella que eran rápidamente reprimidas con palo y corte de suministros. Luego venían las represalias: encierro indefinido en el cuarto o destierro. Una sociedad matriarcal que a la vez dependía de la fuerza bruta del pendejo de su padrastro tan imbécil y pajúo como los políticos que gobernaban el país. En la pequeña sociedad que teníamos con mi progenitora no se respetaban convenios bilaterales ni negociaciones previas, la violencia de apoderaba de sus ojos y parecía la reencarnación materna de los militares radicales, cuando a la tipa se le iba completamente la perola nos echaba a mí y a mi hermana sin previo aviso: Eso quería decir que nos cambiaba la cerradura de la puerta y no nos dejaba entrar a buscar absolutamente nada por lo que de un día a otro Kenyumeiker y yo nos veíamos como emigrantes huyendo de la guerra civil.
Esta vez habíamos corrido con suerte, un vecino de Yoli y Valentina llamado Eduardo nos había dado visa de turistas en su casa. El tipo era un Economista solterón que vivía en el edificio, por alguna previsible razón siempre invitaba al grupito que se la pasaba en la entrada del Santa Catalina II (preferiblemente sólo a las chicas) a comer o a ver una película. Así que se quedaron en su casa unos días hasta que Kenyumeiker aceptó irse a vivir con Valentina y Yoli, mientras Ariadna habló con Carlos y éste le ofreció una habitación compartida en “El Placer” Eduardo tuvo la amabilidad (y la felicidad) de llevar a Ariadna y a sus maletas (que pudo recuperar después de una semana de incautaciones y expropiaciones por parte de su progenitora) a su nuevo hogar.
(...)De iguales extensiones que ella, con el fin de que nos cubriese a todos y fuese una morada perenne y segura para nuestros bienaventurados Dioses.
Hizo luego las altas escapadas, gratos albergues de divinales reuniones donde viven las Ninfas que animan las conversaciones.
Dio también a luz, pero sin el deseable amor, el estéril piélago de hinchadas olas, al Ponto de mis despedidas; y más tarde, ayudándose con el Cielo de la inocencia primordial, al Océano de magníficos remolinos, a los amigos en ciudades desconocidas, a los ángeles salvadores en la esquina de una noche sonriente, a la Poesía, a la amable Fuerza que me salvó de las caídas, a Crío, a Hiperión, a Japeto, a Tea , a Rea, a Temis, a la memoria. Posteriormente nació el taimado Cronos, que fue el más terrible de los hijos del Cielo y odió a su floreciente padre.
Asimismo parió la madre a los Cíclopes, de corazón soberbio, a la coca, a los Ladrones de salvajes desalientos, a la ciudad asesina repleta de moteluchos de mala muerte, a los Punks de la ironía feroz, que más adelante habían de proporcionarle el trueno a Zeus y forjarle el rayo de los desencuentros. Todos eran semejantes a Dioses pero con un solo ojo atormentado en medio de la frente. Su vigor, su desconcierto y sus desesperanzas pusiéronse de manifiesto en las locuras que realizamos.
De la Madre y el Cielo nacieron aún tres hijos grandes, muy fuertes, nefandos.
Espectros engañosos en esas carreteras estériles de la altísima madrugada,
alquimistas locos de la religión de los trashumantes, de los marginados, lágrimas incapaces en ese servicio desgastado de los abismos.
Eran éstos los más terribles de cuantos hijos procrearan la Tierra y el Cielo, y ya desde un principio se atrajeron el odio de su propio padre. Así que nacían, el Cielo en vez de dejar que salieran a la luz, los encerraba en el seno de la Tierra, gozándose en su mala obra. La vasta Tierra, henchida de ellos, suspiraba interiormente, y al fin ideó una engañosa y pérfida trama. Produjo enseguida una especie de blanquizco acero, construyó una gran llave, mostróla a sus hijos y con el corazón apesadumbrado lanzó los restos de su demencia por la ventana de la antiquísima morada, desgajando en mil pedazos los restos de una infancia no tan desgraciada.
Hablóles de esta suerte para darles ánimo:
“¡Hijas mías y de un padre malvado! Si quisiérais obedecerme, vengaríamos el ultraje inicuo que nos infirió vuestro padre; ya que el fue el primero en maquinar acciones indignas…
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