lunes, agosto 06, 2018




 Algunos poemas de Psicotrópicos



JUSTO 


Cuando muere un adolescente las madres sangran más de lo acostumbrado y miran a Dios con rencor

y él se reparte entre semen expulsado a bofetadas y la vidriera de la pasión
 

en la que yace
 

feliz ahora.

Cuando muere el amigo de fulanita , el alto pana el vértigo de que todo es discontinuo
 

se barre en las alcantarillas
 

y Campanita se despereza de un orgasmo.

Si es de sobredosis la culpa es social no hay que hacer nada si muere de hambre
 

si muere de amor
 

son cosas de muchachos, nadie indaga en esas horas

no vale la pena.

Si se estrella en una moto la culpa es de lo padres la mamá se hará la cirugía mil veces
 

y el papá siempre comprará corbatas grises.

No habrán de manejarla los nietos
 

la hermana traumatizada se aprieta un grano en el espejo.

Si muere de trece, catorce o quince años es castigo de Dios casi seguro
 

es envidia sistemática de la vecina estéril,

el cuarto está más ordenado y las motos los rockeros ya no ensucian las paredes a esa edad no hay 

accidentes
 

todo el mundo se suicida.





PERDIDOS
¿Será la contaminación solar
 

lo que provoca este andar de madrugada?
 

cantando entre los acertijos y expirando en el arrullo de los gatos sin saber si proseguir sería 

demasiada lujuria
 

y tratar de dormir
 

ceder al terror de no erguirse nunca más.
 

Compitiendo con ese latido de bandolero,
 

mientras latas sedientas desfallecen
 

en las aceras del insomnio
 

y miles de órganos rojos
 

se inflan
 

y se desinflan

en ritmos irregulares guiados
 

por la batería histérica de la derrota.





BOULEVARDDE SABANA. GRANDE.
Caracas.

Y esto ahora -perdón Plath-
 

pero esto ahora
 

como perro con rabo entre piernas
 

como niñita bella y sucia con rosas que se marchitan sino las compras
 

y si las compras se emborrachan con pocitos de cerveza y se ahogan con el humo y si la ignoras 
queda chillando en una memoria cristiana

que no has podido fumigar de tu cerebro
 

a pesar de tantos Baudelaires que hicieron fiesta.
 

Perro sarnoso que pateo en mis sueños, que piso con tractores que me vuelve cruel de asco
 

perro sarnoso pateado
 

mirado en el espejo
 

en tu cara de mujercita fiel y rumbera
 

ojos de india yanomami con lentes de ciudad

ciudad ciudad
 

lo único que conservas de los ancestros caribes
 

es ese canibalismo reprimido
 

y esas ganas de incendiar aldeas
 

y huir haciendo bulla
 

en canoas endebles por el mar
 

drogada de quién sabe qué alucinógeno antiguo
 

más nada
 

lo demás se lo debes seguramente a Tri-Star Pictures y las novelitas francesas que lees
 

en noches asesinadas al borde de un pozo blanco
 

lejos de esa ciudad
 

que te da
 

asco. 




PUERTAS:
Y sigo insistiendo en decir esas calles repletas de sombras espiritosas

en donde la certeza es una historia de bellacos, en donde la regularidad

de cualquier creencia transporta cadáveres en memorias que asemejan

pantallas de televisor en blanco y negro, antiguos palcos de ópera entre los que sobreviven

los restos de alguna traición: la precariedad del hambre de los inexistentes.

Sigo vagando en motocicletas oxidadas por los valles del insomnio mientras evado una oración

y el sol no desorienta la penumbra.
 

Sigo insistiendo en aferrar esas horas en las que uno se escapa hacia la ventana

y la risa se torna una sordera persistente, sigo queriendo decir de ese apetito beige que sacude la 

infancia
 

comprendiendo

porqué la puertas se sienten tan importantes.





VISIONES : 




VISIÓN 1:
Han abierto las puertas de la noche,
adentro:
una sirena sigilosa , un incendio
un barco se arroja a los dientes espesos del mar del mundo inextinguible
en donde los vikingos acostumbran hacer
rutinarias escaladas al saqueo.
Las diosas ávidas de brazos de marinero cantan inquietas
como guitarras venenosas
como el ronronear infinito del carro lunar.
El asesino respira un olor insólito en su sangre
y se siente agrio de emanaciones sacrílegas
adora la música como algo que le lavará los días y las olas.
Alguien tiende líneas púrpura sobre el lienzo cremoso de la madrugada

mientras ella suspira al otro lado de la pared.
El restriega sus pantalones abultados sobre una espalda como la suya
y en todas las autopistas la pasión le arranca los dientes a la muerte.
El crack estalla al mismo tiempo que su cabeza llena de estrellas azules. No hay eternidad que no sea atravesada por estos minutos
en los que no hay viento ni marea
en los cuales las gotas se lanzan como apaches sedientos tras sus cabelleras en esos templos desolados.






VISION II:
El mundo es una galería de posguerra, de Apocalipsis dilatado
de vagabundos mutantes y televisores estallando al borde de todos los senderos.
El mundo o cualquiera que no sabrá en donde cabría aceptar una muerte a la brasa que da vueltas y vueltas sobre su propia furia,
¿dónde?
¿dónde está ese mar púrpura sobre el cual Jesús se desplazará en una lancha blindada? ¿dónde multiplicará el vino y la coca para desfigurar a los culpables?
¿Cómo haremos todos cuando oigamos los pasos de Judas en nuestras habitaciones, sus tropiezos mientras se maquilla para todas las traiciones posibles
para todos sus besos captados por los paparazzis de la gloria?
Delgado como un actor con sida
nervioso, como quien delimita el lugar exacto de sus venas
preguntándole al I-Ching si no hay otra fatalidad posible
manifestando licantropía debajo del miedo;
peinándose los bigotes con rimel anti-agua por si Cristo decidiera escupirle la cara
o el llorase porque no se atrevería.




VISIÓN III:
Morir con Cisne X-1 bajo las inhalaciones desesperadas del compañero muerto en la galaxia
bajo el recordatorio de la binaria permanencia:
Absorbe tu luz hasta que reconozcas el peso de los miles de soles
adheridos al estómago fragoso del vacío cósmico,
garabateados sobre la tapia de Linterna verde ,el hombre sin ojos.
La negra pupila del espacio dejando escapar rayos x en su imposibilidad de permanecer hermético y virgen,

cielo magullado en donde leñadores furiosos tratan de localizar la morada de los dioses violada tierra sin suelo
abstruso espejo de lo ínfimo y lo eterno:
eclosión de luces escupidas por el tiempo para celebrar

los miles de abortos que se dan sin luz y sin años en los últimos días de tu útero infestado.






CUIDADO
El deseo de látex es el deseo más dilatado
el deseo amenazado por el filo de cualquier sospecha.
Bajo el paraguas de látex no se siente la temperatura del cadáver el olfato de látex percibe caricias dulzonas
bajo la pasta de coca
y es capaz de explorar todas las contorsiones.
Los vientres de látex son autolimpiantes
y sus estornudos pueden partir la columna
de un pene de acero.
Los senos de látex poseen
toda la mala leche del desprecio
y pueden ser venenosos
si la boca no es de látex.
El cíclope de látex prefiere la necrofilia
donde puede recordar cierta tibieza.







POSIBILIDAD DE ESCAPE
Hay una alternativa pero todavía está en pruebas: Alejandría y las calles del poeta
o el tránsfuga secular
el que camina por tiempos paralelos

el que se revuelca en pasadizos medievales
en trincheras apocalípticas
y pisa un cigarrillo anaranjado en primer plano fragmentándose en tres capas de colores primarios y viaja sobre ese oso de nieve
el clon de la indecencia
de la incandescencia
el que aprovecha el crimen de la realidad
para construir su barco
desertor sistemático
apátrida de todas las historias

viajero onírico sumido en la inminencia fragmento de la nada
habitante de la nada
el que se borró una noche
en una alucinación lisérgica
y nunca más habitó los manantiales de esas losas azules
de esos espejos desgastados
de la demencia.

viernes, agosto 03, 2018



El octavo pecado capital

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Es sabido que hay cuatro clases de monjes. La primera es la de los cenobitas, esto es, la de aquellos que viven en un monasterio y que militan bajo una regla y un abad.La segunda clase es la de los anacoretas o ermitaños, quienes, no en el fervor novicio de la vida religiosa, sino después de una larga probación en el monasterio, aprendieron a pelear contra el diablo, (...) La tercera, es una pésima clase de monjes: la de los sarabaítas.(...). Su ley es la satisfacción de sus gustos: llaman santo a lo que se les ocurre o eligen, y consi- deran ilícito lo que no les gusta.La cuarta clase de monjes es la de los giróvagos, que se pasan la vida viviendo en diferen- tes provin cias, hospedándose tres o cuatro días en distintos monasterios. Siempre vaga- bundos, nunca permane cen estables. Son esclavos de sus deseos y de los placeres de la gula, y peores en todo que los sarabaí tas. De la misérrima vida de todos éstos, es mejor callar que hablar.San Benito


Hubo una época en que la luz de la fe pegaba tan fuerte en el alma de los hombres como el propio sol del desierto sobre el cráneo de sus habitantes. Cristo llevaba casi cuatro si- glos muerto cuando surgió en algún lugar del Imperio romano de Oriente un espíritu após- tata y herético, destinado a no revolucionar nunca el mundo de la fe con su concepción hedonista del sacrificio y a no ser proclamado santo, aunque lo fue a su muy excepcional manera.Marcus Hastiadus: onanista, alcohólico y depravado giróvago, emergió como un punto ne gro en la nariz de la ascesis, logrando en la primera mitad de su vida desprestigiar con su actitud a quienes decidían dedicarse a la búsqueda espiritual.Nunca mencionado por ninguna secta ni reconocido en ningún concilio, más bien condena do por los historiadores de la fe al más purgador anonimato; este hombre, dedicado con completa sistematicidad a la redundancia intelectual y al hastío como forma de revelación, logró intuir un estado del alma que había aparecido y desaparecido de la lista de pecados capitales de forma sospechosa y titilante, pero que él aseguraba era EL PECADO CAPITAL.
La mayoría de los santos de entonces, ocupados en martirizarse, prestaron poca atención a Marcus, a quien desdeñaban, considerándolo poco más que un intruso impertinente y un resentido luciferino; del que les extrañaba Dios no se encargara personalmente y de manera ejemplar.Algunos documentos rescatados de los bombardeos y saqueos a los que está sometida esta parte de la humanidad nos permiten acercarnos a la doctrina de un místico pernicio- so, que recorrió, presa de una hambrienta curiosidad, todos los rincones del mundo anti- guo. Leyó y tradujo con fruición las más heréticas teorías hasta sincretizar de forma arbi- traria y bastante imaginativa una religiosidad, que gracias a su disipación no se convirtió en una depravada secta, y le permitió transitar y develarnos uno de los más insidiosos y sibilinos estados del alma.Rescatamos algunos fragmentos de su diario:“...Imaginemos a un individuo cuya alma, llena de agujeros como un queso mal hecho, se vol viese extremadamente vulnerable a todo tipo de efluvios malignos. Un ser, arrinconado al borde de una desesperación vital que lo mantuviese sumido en la más pertinaz insatis- facción y al que las palabras y acciones de sus semejantes hubiesen parecido siempre do- lorosamente mezquinas y miedosas. Un individuo cuyo exceso de bilis negra y amarilla desbordaran el bazo y el hígado, macerándole el cerebro con los más desconsolados y despreciables pensamientos sobre la naturaleza humana.Así, siempre tarde, según su carácter pesimista, se vería corroído por la melancolía, que como una especie de alquitrán de los sentidos, lo mantendría en constante y absurdo mo- vimiento, entregado a la verbosidad y a la concupiscencia, como manera de contrarrestar una insensibilidad casi anfibia, causa y consecuencia de su desasosiego. Podría afirmar que este hombre sería víctima y a la vez culpable de una condición del espíritu en la que los antiguos se negaron a profundizar, porque se trataba de un pecado en el que estaba explicado el sentido completo de la sempiterna confrontación entre Dios y el hombre.Un pecado cuya sola enunciación, equivaldría a hacer vino de manzanas en el Edén, dejan- do el episodio del mordisco como una falta intrascendente. “Estamos seguros de que Marcus se inspiraba en su propio talante, y fue así, casi por error, que dio con uno de los mayores misterios teológicos y morales de todos los tiem- pos. Un vicio que había sido progresivamente eliminado de la lista de Pecados Capitales y asimilado a algo tan aparentemente poco demoníaco como la Pereza.
Debemos aclarar, para comprender cabalmente todo el proceso por el que Marcus accede a estas revelaciones, que él se preocupaba por los pecados, no para rechazarlos, como era habitual entre los ascetas tradicionales, sino para poder solazarse en ellos, ya que te- nía la libérrima teoría de que la ascesis religiosa a través del martirio no era más que un truco sádico del demonio, para alejar más y más a los humanos de la grandeza de Dios.Como estudioso lúcido y desconfiado, Marcus insistía en que todos los pecados capitales tenían algo de divino, puesto que, como solía anotar con letra profunda y vanidosa:...desde los antiguos Titanes, pasando por los Olímpicos o este reciente, aunque sospe- chosamente jupiterino Dios de los cristianos, todos han coqueteado con la ira, la lujuria o la soberbia de una forma que ya quisiera yo alcanzar.Si algún día mi pobre espíritu humano accede a esa Ira maravillosa que le permite provo- car un diluvio; o mi lujuria me transforma en toro para poseer a una virgen, me daré por iluminado...Así que, aun a costa de sacrificar su alma, que consideraba insolvente de todas formas, Marcus insistía en su hastío, en su fastidio y en su desprecio hacia todo cuanto fuera ale- gre, bueno o sagrado. Decía, no sin gran agudeza, que si era pecado despreciar a sus semejantes, por miserables, cobardes y simplones, él con gusto bajaría al infierno, en donde por fuerza tendría que habitar gente más interesante.Como un ejercicio de calculada apostasía Marcus se dedicaba con tesón a pronunciar el nombre de Dios en vano, a perjurar, a deshonrar a su padre y a su madre; y a desear cuanta mujer, cosa o alimento se le pusiera por delante. También robaba y mataba cuan- do no le quedaba otro remedio, aunque no era especialmente inclinado a los crímenes violentos. Sus setenta kilos de peso albergaban una naturaleza totalmente entregada a la satisfacción de los placeres mundanos y a cuanto sentimiento —considerado por los mon- jes como bajo y pernicioso— pudiera albergar en su alma.
Si bien desde pequeño no escatimaba en satisfacer su curiosidad, en desatar su cólera o en disfrutar de su pereza, fue con el paso de los años, la unión arbitraria de preceptos y axiomas recortados, así como la voluntad inerte que produce toda vileza para justificarse a sí misma, que Marcus fue llevado a explorar “los arduos caminos de la salvación” sir- viéndose de las investigaciones de los estudiosos y exégetas de la santidad sólo paradescubrir y disfrutar con fanatismo morboso, nuevas obsesiones y perturbaciones del alma. Durante los primeros años de su juventud Marcus se sintió violentamente impactado, no tanto por las hazañas masoquistas que realizaban los anacoretas de la época, sino por el fervor religioso que aquéllas despertaban en los seducidos por la nueva filosofía cristiana.Hombres llagados pero encadenados voluntariamente a una roca, ancianos que se auto- lesionaban y exhibían sus heridas purulentas e infectadas como muestra del amor divino, cadáveres descomponiéndose al sol en columnas en medio de la llanura. Esto hacía a Marcus cavilar obsesivamente sobre las constantes contradicciones y dogmas inexplica- bles de un culto que implicaba la extinción brutal de todos los dioses anteriores y el con- trol totalitario de un dios sospechosamente parecido a Júpiter, pero sin su carácter lúdico y curioso. Un dios al que se alababa como parte de su culto el dolor, la frustración, la pe- nuria, y las erigía como virtudes no podía ser un dios misericordioso como la propaganda oficial aseguraba.Los místicos alcanzaban el éxtasis a través de indecibles y asquerosos tormentos que de- jaban en el aire una estela a putrefacción que para Marcus no tenía nada de divina. Por otra parte de ser perseguidos al principio, su creciente influencia en el Imperio los había llevado a volverse bastante intolerantes hacia las otras religiones. El saqueo de templos, el lincha miento de sacerdotes paganos o la lapidación de prostitutas habían pasado de constituir hechos aislados a volverse cada vez más comunes y atroces.En cuanto a la infancia primera de Marcus, no hallamos en su crianza justificación para su carácter. Hijo único de un piadoso y tierno matrimonio de la tercera edad, desde muy jo- ven se le enseñó con el ejemplo las ventajas de llevar una vida acorde con los preceptos cristianos. Ninguna razón para su naturaleza desagradecida encontramos en sus progeni- tores, dignos de la más respetable parcelita en el cielo, por su mansedumbre poco dada a la polémica y su acoplamiento acomodaticio a la nueva locura que emergía volcánica desde las catacumbas del imperio en decadencia.Uno de los primeros síntomas del mal que corroía el alma de Marcus se había manifesta- do, como una viveza y curiosidad infatigables que pronto habrían de agriarse, al chocar su expresiva locuacidad con la mezquindad monosilábica de sus coetáneos, de quienes sos- pechaba les gustaba la nueva religión debido a la tendencia que tenían sus profetas aproferir ex tensos monólogos, lo cual les permitía disfrutar esa aridez verbal con la que se regodeaban. Hombres de pocas palabras. Demasiado pocas para Marcus.Cuando niño, una de sus primeras obsesiones consistió en comparar su propia personali- dad, inquieta y correosa, con la resignada y vegetal complacencia de su padre. Un hom- brecito literalmente diminuto, cuya vida se limitaba a trabajar con tesón un terrenito que apenas le daba algunas arvejas pálidas y uno que otro olivo pesaroso. Su hijo no veía más que cobardía y mediocridad en el camino de humildad que el anciano había escogi- do: meditabundo, sonriente y apocado, su lentitud poco agresiva desesperaba a Marcus, así como el poco énfasis que ponía en contestar sus acuciantes preguntas, y lo máximo que pudo sacarle, en los 18 años que su curiosidad rebotó contra su indolencia, fueron un par de “quizá sí... quizá no... eso depende...” lo que había sembrado en el alma de Mar- cus, terreno fértil para cualquier semilla oscura, un árbol de resentimiento, cuyos enormes frutos constituirían el abono principal de su herética forma de abordar la teología.—No sé cómo has podido adoptar una religión basada en la histeria de una virgen judía ¡Por favor! ¿No entiendes, padre, que la religión debe ser como ese opio que le da al hombre la consciencia del infinito? —le gritaba a su viejo durante la cena, mientras éste masticaba con placer la escueta comida que le preparaba su mujer.Su padre ignoraba con gesto benévolo las impertinencias de su vástago y, después de cenar, se dedicaba a separar sus arvejitas o a cepillar con infinita dulzura el pelo de las cabras para quitarles la arena y así pudieran dormir mejor. Posteriormente, durante su adolescencia, pasó a considerar a sus prójimos hijos del hueso de burro con el que Baco terminó de fermentar su ofrenda. De aquellos años datan sus primeros escarceos filosófi- cos, en los que se complacía en intentar trepanar las endurecidas frentes de sus coterrá- neos con sus más recientes reflexiones. Preguntas complejas sobre la naturaleza de la existencia, el porqué de la muerte o la absurda repetición de los ocasos, morían quema- das como polillas contra el candil, contra los dogmas de esa doctrina que a Marcus le pa- recía terriblemente reduccionista y agresivamente tajante.Pastores, campesinos, borrachos y mercaderes de su pequeña y nada próspera aldea, a los que la vida en el desierto sólo envilecía y volvía cada vez más gregarios y constante- mente atemorizados por los romanos, por los bandidos y por cuanta bestia humana o di- vina los amenazara; fueron terreno sediento para las promesas de vida eterna y la reivin- dicación de su miseria que traía la nueva religión.El astrólogo de la aldea sostenía que el día del nacimiento de Marcus una extraña alinea- ción de planetas había tenido lugar, fusionando el agrio y mezquino talante de Saturno con el explosivo y lujurioso temperamento de Plutón, lo que provocaba en el niño esa acti- tud re sentida y lo hacían naturalmente inclinado a la apostasía. Algunos mediodías, mien- tras se dedicaba a pasear con Telonio las cinco cabras de la familia, solía jurar lleno de ira que un día se largaría a Pérgamo o a Damasco como mercenario o traficante de cualquier cosa ilegal. Su vida, y la vida en general, le parecían carentes de sentido. Dios le parecía demasiado orgulloso y poco probable, así que continuamente cuestionaba la palabra divi- na y le ponía nombres graciosos al Altísimo. Esa sensación de desagrado que tuvo desde que estaba en el vientre de su madre llegó a su clímax el día que le dio por pensar que era adoptado, lo que nadie pudo sacarle ya más de la cabeza.Marcus le argumentó a su llorosa vieja, con ese desagradecimiento inherente a su carác- ter, que si María la hebrea podía tener un hijo sin perder la virginidad, bien podía él ser adopta do aunque hubiese salido de entre sus piernas. Motivo por el cual, después de calmarla, mientras ella, llorosa y compungida, insistía en atribuir su aguileña nariz a la rama paterna —cartílago que para Marcus era la causa de los más desdichados pensa- mientos sobre la crueldad de Dios—. Le dio un tibio beso en la frente, le mandó saludos a su padre (que en ese momento se encontraba en el mercado vendiendo una cabra para celebrar el cumpleaños de su único hijo) y partió en busca de su destino.Marcus se consideraba a sí mismo una especie de oscuro mesías, elegido para una ardua y poco celebrada tarea que aún no había descubierto, pero a la que llegaría a través de un ca mino inédito para los otros anacoretas. Exégetas más compasivos buscan el origen de su forma de abordar la teología a partir de una desilusión vivida, el día que su amigo más querido Telonio había sido seducido por un estilita, es decir, según palabras del pro- pio Marcus: “uno de esos harapientos infernales que se dedican a pudrirse sobre una co- lumna en algún poblado y que se habían vuelto motivo de absurdo orgullo cristiano para muchas aldeas”, quien se instaló justo en el centro del caserío en donde ambos se dedi- caban a fornicar de la manera más cándida y alegre, con todas las chiquillas del lugar.Telonio quedó inmediatamente fascinado por el viejo de la columna, convirtiéndose en el devoto que recogía los gusanos que salían de una de las piernas infectadas del asceta y se los devolvía, a lo cual el viejo, como quien se está preparando un café, los volvía a in- troducir dentro de la herida, para que fuera un agregado más a su martirio.No pasó demasiado tiempo para que, siguiendo una moda que secuestró a los más bellos y prometedores pastores de su país, Telonio anunciara a Marcus su retiro a algún lugar — des agradable, oscuro y preferiblemente hediondo—, que le garantizara una pronta purifi- cación de su alma, en la que veía claros signos de flojedad y celulitis. Entonces se dirigió a la Tebaida, en donde dio con una congregación en la que había un agujero en medio del corral de los cerdos. Allí los monjes acostumbraban a depositar los excrementos y los res- tos de comida, y fue justo en ese sitio soñado por cualquier mártir, en donde estableció su morada de asceta.Antes de irse de la aldea que le vio nacer, Marcus recordó su infancia transcurrida al lado de Telonio, sus discusiones, y el día en que, jugando a Caín y Abel, le había asestado un bastonazo en la cabeza y lo había abandonado en el camino. También recordó el día en que ambos descubrieron los placeres de la carne con una de las cabras del rebaño. La nostalgia de esos recuerdos acusó su necesidad de partir, no a convertirse en mercenario como tantas ve ces soñó, sino a encontrar un sentido para su alma. Decidió bajar por la Tebaida para despedirse de su antiguo camarada, aunque cuanto más se acercaba a la inmunda residencia de Telonio su olfato le fue mostrando hasta qué punto le sería imposi- ble causarse a sí mismo algún martirio.— ¡Me volveré un monje vagabundo! —le gritó a su amigo más querido.—¿Un giróvago? ¡Esos jamás alcanzan la santidad! Muchos sostienen que es una excusa de los vagos de siempre para darle cierta legitimidad a su vida pecaminosa. Además, Marcus, a los giróvagos los ataca un demonio invisible, que les roba el alma de una forma tan sibilina que ni siquiera tienen la opción de arrepentirse...Conversar con Telonio se había vuelto extremadamente duro. Los vapores pestilentes que emanaban del pozo eran como un aliento infame que manaba agrio de las entrañas de la tierra, por lo que tenía que hablar a gritos y sin poder evitar las arcadas, lo que hizo que decidiera dejar el pasado atrás lo más pronto posible.Después de vomitarle en la cabeza como un último favor, Marcus partió en busca de su destino. Muy pronto descubrió que era verdad lo que se decía de los giróvagos, e incluso peor. Pero decidió inclinarse por las teorías gnósticas de Carpócrates respecto a la liber- tad moral de los perfectos, lo que lo terminó de precipitar en la lujuria más deliciosa. Des- pués de todo ¿cómo podía un hombre joven y sano como él renunciar a las seductoras mujeres romanas?, ¿conformarse con las esqueléticas y poco aseadas vírgenes cristia-nas? Ni siquiera lo intentó. Así que asumió su peregrinaje con coherencia y se perdió en cuanta tentación diabólica o celeste se le cruzó por el camino. Su catálogo de experien- cias sensuales lo hizo enamorarse de lamias, hetairas o sacerdotisas paganas sin ningún prejuicio, y hasta se dice que fue favorito de un célebre general romano.En Alejandría, Marcus se interesó por la alquimia y la magia, y se dice que así se ganó la vida en un circo por un tiempo. Fue pirata y tratante de esclavos, y murmuró que una es- tafa fallida lo llevó a refugiarse en un templo budista, en el que permaneció por varios años. Se sabe que en algún oscuro instante Marcus fundó un par de sectas, pero su intolerante misantropía le hacía imposible soportar a sus discípulos. Algunos lo acusan de escribir tratados de magia y de practicar oscuros rituales paganos, aunque se sabe, con la certe- za que producen las habladurías, que en los últimos años de su peregrinaje trabajó como bailarina en un tugurio de Salónica.






II
Los cenobitas de la Tebaida se hallaban sometidos a los asaltos de muchos demonios. La mayor parte de esos espíritus malignos aparecía furtivamente a la llegada de la noche. Pero había uno, un enemigo de mortal sutileza, que se paseaba sin temor a la luz del día. Los santos del desierto lo llamaban daemon meridianus, pues su hora favorita de visita era bajo el sol ardiente. Yacía a la espera de que aquellos monjes que se hastiaran de trabajar bajo el calor opresivo, aprovechando un momento de flaqueza para forzar la entrada a sus cora- zones.Aldous Huxley, AcedíaDespués de una década y un lustro viajando por el mundo, una figura negra y ondulante como un beduino a caballo irrumpió en el horizonte de Capadocia descubriendo la figura delgaducha y tostada de Marcus. Los años transcurridos habían cambiado el talante del peregrino. Y aunque se había dedicado con fervor a desatar su ira, su lujuria o su codicia, ha bía llegado un punto en que no sentía más que hastío por los placeres que hasta ese momento habían constituido el único móvil de su existencia, o al menos la acomodaticia manera en la que había estado dispuesto a explorar los caminos de la salvación. Tenía la intención de detenerse un tiempo a descansar y a aguardar un jugoso botín que había ob- tenido, de una estafa que él y un judío errante habían perpetrado a una orden a la que vendieron un lote de hábitos dañados con lejía.Nadie sabe exactamente si Marcus llegó a la Capadocia empujado por la fascinación que despertaba la zona entre los monjes y los ascetas. Era bastante probable que tuviese co- nocidos allí. Cenobitas, anacoretas, giróvagos, e incluso faquires, constituían la fauna de este paraíso de los mártires, pero también cualquiera que tuviese razones para escapar de las ciudades, por asuntos de fe o por temas de otra índole, ya que los agujeros entre las rocas de esa parte del mundo fueron sin duda la inspiración de los futuros condomi- nios de solteros y misántropos.Aunque en ese otoño en que Marcus llegó al valle de Göreme, la zona estaba atestada y se tuvo que conformar con una congregación casi enterrada entre las rocas, en donde le ofrecieron vivienda y comida gratis. Como tenía por regla cuando se instalaba en algún monasterio, se dedicó a observar la rutina cenobítica: tipos obsesivos a quienes los tatua- jes maoríes de Marcus no parecían impresionar en lo absoluto y a quien trataban con una indiferencia y una distancia que le auguraban una aburrida y tranquila convivencia.Durante sus primeros meses Marcus recorría inquisitivamente el lugar, dejándose ver en actitudes llamativas. Esa era una de las tácticas con las que esperaba encontrar a ese com pinche que te pone al tanto de los secretos del claustro, que después de todo podía ser una verdadera penitencia si uno no estaba al tanto de cómo se manejaban las cosas. Pronto vio que no era dentro donde iba a encontrarlo.En el cenobio todos los monjes mantenían voto de silencio y parecían bastante alejados de las tentaciones carnales. Lo más lujurioso que hacían era bañarse, de resto: el trabajo, la serenidad y la oración ocupaban el tiempo en ese templo. Mientras unos se afanaban en el huerto, otro par cocinaba y algunos más se entretenían realizando complejas pintu- ras o cuidaban leprosos en un pequeño hospicio. Estamos convencidos de que fue en ese sitio hundido entre las rocas en donde en donde el apóstata descubrió el origen de su de- solación. El sol del desierto ardía implacable a lo largo de días tan ocres e inmensos, como el ácido des consuelo que lo agobiaba; que lo hacía deambular sin destino, que lo arrinconaba en una desesperación tan muda y tan ardiente, que convertía el esfuerzo de existir en una tarea hercúlea y atroz. Las noches eran heladas como el corazón de la muerte, cuyo latido le pareció escuchar algunas madrugadas, en medio de un insomnio pertinaz que lo hacía despertar con frecuencia mucho antes del alba. Y aunque siempre había sido un fiel cultivador de la me lancolía, ésta le había dado viveza, curiosidad y ma- licia, sensaciones que ahora parecían haberle abandonado.Marcus no sabía a quién culpar de su repentino cansancio y se supo enfermo, pero sus empíricos conocimientos médicos le advertían que su mal era de una naturaleza inapren- sible y etérea. No sabemos si antes o después de estas reflexiones, una mañana en la Sala Capitular un monje calvo y con enormes bolsas negras debajo de unos iris diminutos y opacos se de tuvo bruscamente en medio de las oraciones y se quedó mirándolo con profundo desprecio. Marcus hizo como que no se daba cuenta, y siguió arrancándose la cutícula con los dientes. El tipo, cubierto por una pátina de sudor frío, se le acercó mucho y le espetó violentamente, mientras le apuntaba con su índice adornado por una larguísi-ma uña negra: “¡Puesto que no eres frío ni caliente voy a vomitarte de mi boca!”. Es- cupitajos diminutos y blancuzcos caye ron sobre el hábito de Marcus, quien asqueado y con ganas de golpearlo hasta la muerte, se alejó de prisa y se retiró a su celda. De ahí en adelante, como presa de una maldición, se asomaba a la ventana, caminaba sin sentido de un lado a otro de la panda. Volvía a su celda y de nuevo empezaba a vagar, hasta que en cierto momento de la tarde corría a emborracharse con Babacus, un antiguo morador de ese mismo cenobio que había logrado agenciar se una cuevita para él solo.—Cerca pero no dentro —decía Babacus, que había renunciado al camino de la santidad por falta de motivación.— ¡Nunca llegaré a ser santo, soy demasiado gordo para eso! Es una cuestión de exceso de materia malvada en mi constitución ¿Te crees que con este tamaño me pueden colocar en un altar? Cristo era flaco y los emperadores gordos y degenerados —y primero se reía a carcajadas.—¡No tengo salvación posible, Marcus! ¡Nos vamos a podrir en el infierno!Pero luego dejaba su talante bonachón y alegre y se echaba a llorar abruptamente como un niñito. Era culpa del vino que fabricaba con una raquítica parra que colgaba de un bas- tón a la entrada de su cueva. Un extraño milagro sin duda, porque siempre tenía algo que fermentar y poseía una bien pertrechada bodega repleta de vinos y licores de colores que se multiplicaban en vez de panes y peces, y con los que se dedicaba a experimentar nue- vos y alocados aromas mientras conversaba con Marcus o con cualquier peregrino que pasara por ahí. Cuando se ponía llorón, Marcus abandonaba la cueva y se dedicaba a escuchar el sonido insistente del viento jugando entre las aberturas de esa tierra que todo el tiempo parecía es tar silbando una canción inextricable. Otras veces dejaba pasar los meses tendido en su cama, sin más distracción que el trabajo de una arañita con la que se había encariñado y que colgaba en un rincón de su celda.Años después, y ya consciente de su hastío, Marcus se preguntó si su estado no era el famoso demonio del mediodía, como era conocido en muchos sitios.IIIEl monje giróvago, como seca brizna de la soledad, está poco tranquilo, y sin que- rerlo, es suspendido acá y allá cada cierto tiempo.Un árbol trasplantado no fructifica y el monje vagabundo no da fruto de virtud. El enfermo no se satisface con un solo alimento y el monje acidioso no lo es de una sola ocupación.Evagrio Póntico. AcediaUnos lustros más estuvo Marcus dándole vueltas al asunto, hasta que un día, cuando su sombra se alargaba por la árida llanura y el sol se elevaba en el cielo con una rabia ardo- rosa y blanca, observó la luz, y cegado miró a los lados. Un silencio que casi le dolía, la ausencia de viento y el brillante amarillo del paisaje le produjeron una tristeza tan descon- solada; una epifanía en la que se veía diminuto, más ínfimo aun que una partícula de pol- vo, perdido entre la arena, como si por primera vez fuese consciente de su propia insigni- ficancia e imaginara a Dios, un Dios que siempre había medido según su miserable esta- tura, riéndose de todos esos excesos a los que su soberbia le habían empujado. Los lími- tes del tiempo se ensancharon y se vio condenado a la luz meridiana de la lucidez y al aburrimiento por los siglos de los siglos. Supo entonces, con toda certeza, que esa aflic- ción era el mismo demonio que había tentado a los hombres desde el inicio de los tiem- pos. Era la luz y la lucidez, era la amargura y el dolor del infierno.Algunos, en vez de hablar de pecados o vicios capitales, se referían a pensamientos, y entonces Marcus tuvo la absoluta certeza de que la acedía era, no sólo un pecado en sí mismo, sino la raíz de todos los demás. Anotó en su diario:Compruebo, no sin asombro, que mientras he estado por ahí, vagabundeando y lanzando blasfemias, esta desolación se mantenía dormida, más cuando no me ha quedado más remedio que callarme. Toda mi mezquindad y mi profundo vacío han venido a avergon- zarme como estoy seguro haría sobre mí la mirada de un verdadero y grandioso Dios...¿Por qué vía llegó un hombre tan poco virtuoso como Marcus a comprender la naturaleza de su propia miseria? Tendemos a pensar que fue por pura casualidad, y la pista más sig- nificativa para corroborar esta tesis la encontramos en las notas que realizó en su diario, que nos remiten a un pergamino encontrado en el desierto por un tal Pablo, el herejita, compañero de juegos en Samaria de Simón el Mago.Un día, y como solía hacer en sus ratos libres, que eran mayoría, Pablo se dedicaba a buscar entre las dunas objetos perdidos, ya que debido al intenso tráfico de mercaderes, beduinos y demás fauna que abundaba en los caminos del desierto, caían muchos obje- tos que quedaban sepultados en la arena, pequeños tesoros, que nuestro buen hombre se dedicaba a rescatar, con el fin de comerciar con ellos en los mercadillos que abunda- ban en la zona del Ponto.Así que una tarde inundada de calima, sus dedos estuvieron a punto de ser apareados por un escorpión, pero en vez de eso, descubrió un par de cilindros de bronce que, al lle- var a su guarida, develaron varios papiros escritos en caracteres totalmente indescifrables para Pablo, que a pesar de su respeto a la sabiduría, sólo dominaba un dialecto cerrado de arameo. Y aunque el herejita no logró entender absolutamente nada de lo que repre- sentaba aquella oscura grafía, cuentan que la sola visión de ella fue suficiente para sumir- lo en un estado de delirio tal que le hizo perseguir con saña a los romanos durante un mes, que fue lo que logró vivir luego de proceder velozmente en rapto, a inventar la prime- ra honda de la que se tenga noticia, y a ser posteriormente ajusticiado por algún esbirro de Tiberio. Más tarde los rollos fueron convertidos en un códice, hasta que nuestro amigo Marcus lo encontró por casualidad escondido en la biblioteca del cenobio. Entusiasmado, lo llevó discretamente a su celda y después de examinarlo una y otra vez, intentó traducir la misteriosa lengua en la que estaba escrita. Tarea que poco a poco logró completar con un juego de diccionarios de griego, sánscrito, latín, copto, fenicio y bereber que le prestó Babacus, logrando de ese modo deve lar un libelo escrito en un dialecto muy cerrado de griego firmado por un tal Esculapio de Pileta en el año 542 a. C:..Después de romper para siempre mis tratos y mi amistad con ese tal Tales de Mile- to, arribista filosófico de la peor calaña, cuya absurda y delirante teoría de que todo es agua, inunda con su simplismo miserable toda dialéctica racional sobre el origen de las cosas, y comprobando la cobardía teórica de ese bribón que se negó a irse a vivir al supuesto elemento originario, es decir, en la cloaca en la que habitan todas sus ideas, yo, Esculapio Piriandro de Pileta sostengo, sin la más pequeña duda, que todo es NADA, es decir, que LA NADA y solo ella habita en todos los elementos y que el vacío es lo que llena todas las cosas. Teoría de sencillísima com probación empírica, porque lo que queda cuando algo no está es “NADA” y esto no tiene dis- cusión posible, y el ser no es más que una absurda construcción cimentada en losnada fiables suelos de la NADA, ni “aire”, ni “fuego”, ni ostras del mar muerto en vinagre”, por lo que, siendo consecuente, y en nada pareciéndome a ese cobarde, declaro que me largo adonde abunda el elemento base del universo es decir, al de- sierto, que ya querría verlo yo a él habitan do las profundidades de un río...—¡Pero Marcus, estás hablando de uno de los mayores misterios del conocimiento espiri tual, ya que no se conoce con exactitud la naturaleza del mal y sus implicaciones! por eso los sabios decidieron relegarlo, incluso eliminarlo nominalmente de la lista tradicional de pecados capitales, dejando sólo siete, ¡que son los que ya tú conoces y practicas con en- tusiasmo fervoroso! —le espetó Babacus mientras ambos probaban un nuevo fermentado de lagartija con cactus llamado “O sole mio”.Según le contó, la acedía se había erigido como uno de los mayores misterios espiritua- les, pues se comentaba que el mismísimo Cristo, en su estancia en el desierto había ro- zado tal estado del alma. Así que, ¿cómo podía juzgarse a un seguidor del Mesías si atravesaba una crisis similar? Los más radicales alegaban que una crisis similar viniendo de un hombre im puro era ya en sí misma una aberración y conllevaba el pecado de orgu- llo. La gran cantidad de posiciones enfrentadas sobre la naturaleza de ese estado lo dis- tanciaban de la condición de vicio, pero de ninguna manera podían emparentarlo con la virtud. Tampoco se podía alegar enfermedad espiritual porque recordaba demasiado el aburrimiento primigenio que había creado el universo. Por lo tanto Marcus empezó a sos- pechar que detrás de su dolorosa e insípida turbación se escondía un misterio sagrado de terribles connotaciones para la doctrina toda.Según había logrado averiguar, la acedía consistía en una especie de insatisfacción exis- tencial que atacaba a algunos hombres sabios, sobre todo al mediodía, y que les hacía desesperar. Los seducidos por este vicio poco espectacular y terriblemente pernicioso en- contraban infinitamente absurda la existencia sobre la Tierra y eran conscientes de que no había nada delante ni detrás. Es decir, llegaban a la convicción más íntima posible de que todo era vanidad, por lo que nada valía la pena.Por razones que no lograba dilucidar, pero seguro de que plantearían serias dudas sobre la naturaleza de Dios, este pecado, no tan escandaloso como la ira o la lujuria, había sido borrado de la lista por motivos oscuros que calzaban con su verdadera naturaleza, más perniciosa y más brutal, que la sencillez de espíritu con la que suele asociarse el aburri- miento.Después de años entregado a pecados menores como la lujuria y el orgullo, Marcus esta- ba seguro de que había logrado descifrar el secreto más hermético de todos. Una falta que comprendía a todas los demás y que en sí misma reflejaba la mayor contradicción entre la búsqueda de sabiduría y el agrado a Dios.Parece claro que Marcus nunca trató de compartir con nadie sus descubrimientos. Atemo- rizado comprendía que seguramente Dios sabía que él sabía. ¿Qué sabía Marcus? Sólo él lo sabía. Y aunque durante algún tiempo estuvo paranoico por haber descifrado seme- jante se creto en el origen de todas las cosas, y comprendiendo que era algo que podía cambiar para siempre la concepción del universo, decidió utilizar su descubrimiento para no agobiarse pensando que el mediodía era como su alma. A partir del hallazgo, amargo y circular, per donó su propia naturaleza, pero sobre todo tuvo compasión de Dios. Así que dejó de preocuparle saber si existía o no.El agua fresca de la comprensión le dibujó a Marcus una extraña sonrisa en el rostro. Un nuevo talante, silencioso y activo se apoderó de su carácter. Recordó con cariño a su des preciado padre. Luego decidió irse a pelar papas a la cocina para ganarse la estancia. “Ora et Labora” fue su nuevo lema.Luego de un día de muchas tormentas de arena y muchos funerales, el viejo Marcus Has- tia dus entró en su celda y saludó a su arañita, descendiente de la primera que conoció, y así se remontó a generaciones de arañas como nunca hubiese podido concebir. Aunque le parecía y esto le hacía feliz que esta y la primera araña eran la misma. Y le comentó que el mundo seguía como siempre, moviéndose aunque él se hubiera quedado quieto allí durante medio siglo.La arena, las horas, habían continuado borrando del corazón de Marcus aquel vacío, por lo que decidió, sin ningún sentimiento de culpa, echarse una siesta antes de limpiar a los le prosos, que era su última obligación voluntaria en el convento.Esta es la historia de cómo Marcus descubrió en su fastidio algo que nunca pudo revelar a nadie porque apenas lo hizo dejó de preguntárselo. Entonces, mientras creía soñar, sin- tió un fuerte dolor en la cabeza y abrió los ojos, lo que le llevó a tener una visión espanto- sa y a la vez increíblemente dulce: la nariz de su padre, llena de puntos negros, le estaba hablando muy de cerca:—Marcus, hijo, despierta ya...— ¿Eh?Y recordó a Telonio, con el que se había peleado por unas cabras salvajes.—Telonio te asestó con el bastón en la cabeza y te dejó allí en la arena, hasta que unos monjes te encontraron y te trajeron a casa...— ¡Maldito Telonio!Luego miró al rincón de la pared: una araña estaba empezando a tejer su telaraña.



Fin 

CADA MINUCIOSA NOCHE DE INSOMNIO




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Tiempo: magnitud en que se desarrollan los distintos estados de una misma cosa u ocurre la existencia de cosas distintas en el mismo lugar. Se le da con mucha frecuencia un valor patético, como sucesión de instantes que llegan y pasan inexorablemente y en los que se desenvuelve la vida y la actividad (…) dic. Maria Moliner.




El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito, y sólo capaz como tal de un número finito (aunque desmesurado también) de permutaciones. En un tiempo infinito, el número de las permutaciones posibles debe ser alcanzado, y el universo tiene que repetirse. De nuevo nacerás de un vientre, de nuevo crecerá tu esqueleto, de nuevo arribará esta misma página a tus manos iguales, de nuevo cursaras todas las horas hasta la de tu muerte increíble
 Nietzsche (citado por Borges)



“En verdad, ser una cosa y contemplarla constituyen dos hechos. Sin embargo, hay regiones y esferas en los que dos no hacen sino uno: el narrador está en la historia, pero no es la historia, es el espacio que la contiene pero no la contiene; fuera de ella también existe, y un recodo de su espíritu le pone en situación de analizarla.”

Thomas Mann.





CAPITULO UNO


Los viejos dicen que antes Caracas era bonita y que no saben qué le pasó. La ciudad soporta que todo el que la habita diga que es una ciudad de tercera, que crece caóticamente; donde todo está condenado a ser expoliado, a ser saqueado, a ser asesinado. Una ciudad deformada por los ranchos infinitos que invaden la montaña, repartida entre su verde tropical y el gris y el pardo de la pobreza, escindida entre sus luces de neón y sus carnavales sangrientos, entre sus urbanizaciones de lujo caribeño y sus inmensos barrios condenados a la ira.
Iluminada, explosiva, implacable. 
Sucia y traicionera.
“Mierda de ciudad tercermundista”, dicen.
Por eso Caracas a veces se arrecha y les pega un tiro.
Adivina adivinanza: 
Hay un caminito largo que no llega a ninguna parte... y te estás viendo cuando lo estás recorriendo, y cuando lo atraviesas ha desaparecido contigo, que estás en el mismo lugar pero ya te has ido… 
Ariadna acaba de salir del baño, y se sienta junto a una chamita que ha visto un par de veces. Aspira su cigarrillo, lo retiene un rato, concentra su mirada en la cerveza, luego en uno de esos gestos característicos se toca la nariz como quien se prepara para mentir.
Mira obsesivamente hacia un punto indeterminado con una leve sonrisa, mientras aspira el cigarrillo con ansiedad y luego lo expira distraída, abducida por su propia intoxicación 
La chamita le está diciendo algo, se voltea
¡Qué ¡ ¿ …qué?
eso, eso que te acabas de meter en el baño…
ah
No sé…
supongo que es malo, no lo pruebes.
Ve a Cairo entrando de nuevo en el bar, agarra la jarra de cerveza y se acerca a su amigo que aún ni la ha mirado.
¿tienes la vaina?
aja pero  está recortada...
pues nada, vámonos ya...

Retrasando, un año, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve diez…
El momento de decir esto, de escribirlo. Aunque muchas veces en fragmentaciones etílicas descubriera a ese personaje que se desprendía de mí, esa otra que era yo, en otros días, en esta vida que ya no es la misma. 
Relatándolo durante uno, dos, tres, cuatro… siendo, durante cinco, seis, siete ¿ahora? Siendo eso, contando lo que fui…
Ahora me meto una pastilla en un bar, ahora danzo infinitamente en esa pista de sonidos incandescentes y monótonos, aquí ya no se justifica tanta desolación ¿pero es el tiempo o es el lugar? ¿o soy yo que transporto mi lugar y mi tiempo a cuestas como ese Prometeo al que le vuelve a crecer el hígado para que esa ave castigadora pueda arrancarlo de nuevo?.
El tiempo puede desfigurarte el rostro, puede acabar con tu cuerpo. El tiempo puede hacerse eterno y encarcelarte en una especie de celda de la desmemoria; puedes venderle tu alma al diablo, puedes venderle tu tiempo; el tiempo puede simular que no ha pasado por ti, el tiempo puede destrozarte en un segundo.
¿Cómo retornar ese cuerpo desmembrado?, ¿cómo hacerlo fluir en una sucesión de días, de acontecimientos, hacia lo que ya no soy?
De nuevo aspiro una raya, ahora no sueño con el mar, vengo del mar, no me imagino una isla, estoy en una isla. Sin embargo permanezco atrapada en aquella historia; una historia como esas yonquis viejas y flaquitas que tienen un perrito feo y sobrevivieron a todos sus amigos, sobrevivieron incluso al delfín que ahora muerto, tienen tatuado en una nalga.
Diez, once, doce años, la adolescencia pasó furiosa por mí como pasa el fuego por una mecha. Símil fácil, como oro sol, y cielo azul, pero el puto cielo es azul por muy original que yo pretenda ser. Sobrevivo, no toso excesivamente y hago deporte. 
Y descubro lo que hicimos, creyendo que matábamos el tiempo cuando en realidad estábamos bebiéndonos desaforadamente nuestra ración de horas. Creer estúpidamente que  sólo porque logré escapar del lugar el tiempo perdonó mi osadía. Pero no, todas esas horas asesinadas me persiguen. Se posan sobre los días y los hacen más infinitos aún, demasiado largos para que yo tenga la fuerza de atravesarlos. Es entonces cuando comprendo el desierto y se extiende sobre mi futuro no permitiéndome creer en los oasis. Creí que escapaba, que sólo porque huía de mi país  y de mi familia había escapado, creía que lejos, en el primer mundo la vida eran escaparates iluminados, habitaciones en penumbra, sonido de violonchelos, viejas aventuras, trenes, sobretodo trenes infinitos que te llevaban no sé sabe dónde.
 Una penumbra, una antigua música que ya no recuerdo, otro olor, otro clima. 
Estaba el mundo lejos de esas calles, estaba el gran espacio. A tu padre no le dio tiempo de llevarte, pero recordabas su cara de satisfacción cuando hablaba de sus viajes, de su novia finlandesa, de su época de guía turístico, recordabas lo que decía tu madrastra que se enorgullecía de conocer todos los continentes menos Asia. En cambio, el aliento de Caracas, su clima, era como estar sumergida en la boca ardiente de una fiera, con su resollar espeso a mugre y a desilusión y esa selva que nos rodeaba, esa selva que queríamos atravesar y que nos comíamos como un pequeño cáncer de edificios y asfalto. 
¡Cuántas veces me creí el absurdo cuento de la supervivencia! El superviviente es el psicópata de la experiencia religiosa. El superviviente recuerda su muerte insistentemente. Es por eso que en la reencarnación se niega la memoria, el pasado sólo es saludable si se impone un límite muy corto. Todos los supervivientes nos volvemos obsesivos, porque el pasado permanece allí asechando para siempre, porque nos persigue, y el tiempo no es lineal, es circular, aunque curiosamente invertimos esa máxima que dice que todo conduce a la entropía. Los supervivientes nadamos a contracorriente. El aventurero que cree salvarse sólo puede vivir como Ulises, pensando siempre en regresar a una vida que ya ha sucedido. Siempre se decepcionará al encontrar a la vieja Penélope, resentida y arrugada. Vivirá añorando siempre lo que ha tenido justo en el momento en que ya  no existe.
Náufrago, naufragado: primero crees que te mueres, luego crees que te salvaste y luego te preguntas qué sentido tiene salvarse en una isla desierta. Y me imagino que cuando el sol te achicharra la cabeza y los mosquitos nativos te chupan la sangre empiezas a pensar que lo mejor hubiese sido ahogarse. Pero en la isla solitaria sólo puedes conversar con el viento y esperar, hasta que pasados unos veinticinco años empieces a resignarte a que no te rescatará nadie y pasados veinticinco más te preguntes sino fue verdad que te ahogaste aquel día y estás en el limbo, que es justo así como una puta isla desierta.
La supervivencia: para un náufrago su vida es sólo lo que recuerda. Parece a veces que uno se escapa, que en las olas de la existencia  logra uno  arribar a extrañas islas, a veces parece eso. Pero a veces parece también, tiene uno la sensación, de estar en un pozo amargo de cerveza caliente, con el cansancio de quien no puede seguir bebiendo más.
 ¿Dije bebiendo? Quería decir viviendo.
Quizá la respuesta se materializa entre esos eslabones, entre esas pequeñas fibras que asocian un devenir a otro, una inminencia a un suceso… la memoria, esa alucinación engañosa que nos hace creer que somos algo.
 Un día me levanté y ya la ira no estaba allí, había dejado el vacío, y sin ira tampoco quedaba demasiado amor…
El alma se construye sobre unos borrosos eslabones de recuerdo, sobre suposiciones, sobre nubes lisérgicas, sobre absurdas traducciones del pasado. 
¿Dije traducciones? Quería decir traiciones.
Para explicar el tiempo hace falta una memoria farsante y una realidad prosaica, hay que jugar a ser devorado por la melancolía. A sentarse, como el cronista de la propia desaparición.
Hay individuos que permanecen constantemente en un mismo ámbito mientras su cuerpo varía a altas velocidades y hay personas para las que no se deslizan las horas y el ambiente sin embargo se altera considerablemente. En un mundo de posibilidades se teje la nostalgia del futuro, esa melancolía invertida que permite extrañar lo que aún no sucede, lo que aun se despereza de su inexistencia y sólo promete con su oquedad, con el espacio que le espera para albergarle.
¿Cómo ubicamos a alguien?
Las coordenadas se nos complican un poco. Pueden ser muchas.
Siglo veinte, planeta tierra. 
Finales del siglo veinte, planeta tierra, ¿tercer mundo?
Finales del siglo veinte, adolescencia, planeta tierra, ¿tercer mundo?, Latinoamérica.
1989, ¡Tercer mundo!, Latinoamérica, Venezuela, Caracas, 17 años.
Marte con Plutón en casa uno en conjunción y Urano con Mercurio en casa uno conjunción, 1972, un mes antes del nacimiento programado, Libra ascendente Libra.
Regentes de Escorpión en conjunción casa uno, bilirrubina alta, incubadora a la derecha, 
Hospital universitario.
Otras ubicaciones de espacio tiempo probable:
Navegando en forma de espermatozoide competitivo por los túneles del vientre materno.
Contemplando el ocaso desde El Puerto, desvinculándome del silencio, girando la bicicleta de la memoria, resbalando por la Rueda de La Fortuna, siendo poseída por La Estrella, cantándole endechas dulces al destierro.
Más atrás: Los estratos del recuerdo, las gavetas polvorientas del desapego. Un albatros escapa de un libro mientras me dejo arrastrar por las olas, estallan contra las piedras, se hace la luz, unos brazos te rescatan de la incubadora; lloras porque alguien no te desea. Una amiga te escribe un email desde Minneapolis, marcas el código de Caracas y preguntas como va todo. Una china toca Laúd por los pasillos del metro de Madrid, el teléfono te sigue hablando con voz de hombre alquitranada, se oye al fondo el campaneo de los vasos, del hielo derritiéndose en el whisky, de tus sandalias polvorientas marchando sobre los adoquines, de ésta isla solitaria y ese mar que te narra aquella historia. 
Le tiras las cartas a una prostituta colombiana. 
“Todavía no volverás” le vaticinas.
Ella te mira desesperada:
No puede ser, ya tengo el pasaje...
17 años después, diez años antes, ocho mil kilómetros después, cero kilómetros antes.
Tiempo: pasado. Lugar: muy lejos.
Veo a Ariadna allá en ese valle, la veo levantarse, la veo asomarse a la ventana y observar la ciudad a lo lejos y la montaña que la resguarda del mar Caribe. 
Veo la urbe emerger oscura y torpe, turbia y ruidosa como el monstruo del lago. Oigo el bramar lejano de los coches, los pitos; la música que siempre acompaña a Caracas, que la va cantando a medida que se sucede, como un constante caos narrado con tambores por antiguos dioses muertos, ebrios de yopo. El Ávila, los ranchos, las autopistas y los anuncios de neón, la inmensidad de su desorden, su calor, sus balas. Siempre me gustó Caracas, aunque todos mis amigos la odiarán, siempre me pareció deliciosa la autopista llena de viejos edificios y escaleras de incendio misteriosas y asesinos agazapados en las esquinas... Caracas inmensa y malandra, soleada y oscura. Caracas sucia, llena de papeles y mendigos, llena de smog y de vendedores ambulantes, llena de policías y cagadas de perro. Una fuente y un lector de cartas tuerto. Un antiguo prostíbulo francés forrado de terciopelo rojo y unas cervezas al atardecer, una tarde en un mirador en las afueras, contemplando desde una cima el hermoso valle que se desparrama en cascadas sobre la autopista; Caracas silenciosa, sus mangos y sus callejuelas llenas de hojas secas y sus casas misteriosas, y sus antiguos edificios en donde habitan viejitas desoladas.
Como un animal enjaulado en sus diecisiete años ella también se revuelve en círculos, caminando descalza entre las camisetas, pantalones y libros regados en el suelo, buscando algo, y olvidando que lo busca, pensando si se viste, si sale, y a dónde va. 
La miro entonces como quien recuerda a alguien que en paz descansa.
Me he vuelto narradora para rendir culto a esa vida que ya no me pertenece. Ahora soy la que escribe, la que recuerda, la que escapó de ese lugar sólo para mirar atrás y relatar, para cumplir mi dramática promesa adolescente de no dejar que todo fuese olvidado: Ariadna, la rescatada por Dionisio, la rescatada por la demencia, la rescatada por la furia. Ariadna, la abandonada por el héroe, la traicionada. Ariadna despertando de su aventura, perseguida por el Minotauro en sus pesadillas, Ariadna en ese islote reseco del desprecio. 
Y el tiempo se ha desgajado como la arena del reloj, y he venido aquí, a un lugar muy al sur del mundo para relatar esa historia de callejones, de olor a fruta y abrazos temblorosos, de cocaína chamuscada y dolor. 
Miro al  horizonte, miro al mar, como han mirado al mar desde hace siglos todos los náufragos: las olas prosiguen su ritmo mientras duermes, mientras sueñas que el tiempo no ha transcurrido, o es un tiempo nuevo, o estas fuera de él o, y pasan años y uno se acuerda de ese sueño que tuvo o sueña que se está acordando que soñó. O el tiempo de la memoria, ese que es engañoso, que está distorsionado por la pátina del recuerdo, mentirosa, una estafadora sobrevalorada: la memoria. El presente no existe, según algunos porque cuando lo nombramos ya ha sucedido.
¡O Esa sensación de cuando estás hasta arriba de cocaína y te acuestas pegada del techo, en la cima de ti misma, a las máximas revoluciones que puede soportar tu máquina, y tratas de dormir ¡
¡dormir!! Ja! 
Y sientes que estás atrapada, que el tiempo es eterno y es siempre igual, que los días se repiten idénticos, con las mismas noches insomnes y la misma incomodidad en el cuerpo. Y quisieras morir para descansar un poco.
Cairo irrumpe en tus recuerdos, con la boca como un pez, tratando de hablar sin que se le escape ni un poquito de humo, los ojos pelados, las pupilas pequeñitas: pez, batracio, bacalao de los infiernos, te pasa el cacharrito:
Te toca nena, te puse tremenda piedra.
Aspiras, como si todo el oxígeno del mundo no te bastara, como si en esa sustancia podrida fueras una criatura del humo y nadaras en una realidad muy distinta a la que ahora te rodea.
Ahora no eres nada, te has saltado toda la burocracia existencial y escapas, no estás, sencillamente no estás para nadie, ni para nada.
Más allá y más acá de los recuerdos.
Fuera de todo.
La noche se ha acabado, la  risca se ha acabado, está a punto de amanecer. Ya se escuchan afuera los autos que despiertan, se oye la madrugada y su aullido lejano de sirenas, de despertadores.
La aurora de sonrosados dedos. Cairo sale por la puerta, tú cierras. Poco a poco vuelves a estar, todo aparece, empieza el sueño, el cansancio, la sed, empieza otro día que tratarás de no ver. Irás a dormir, te acostarás pensando que hay muchas cosas que resolver, como saber a dónde vas a ir, a dónde.
La infancia acabó, ha empezado la verdad, ya no hay más sueños de piratas raptando joyas a su cueva, ni trenes en la india, ya no son verdad las películas, ahora es verdad ésta ciudad, o tu cuerpo.
En el baño, frente al espejo, te cepillas los dientes, sangras, y te quedas mirando los ojos rojos y esa cara desconocida, que vas conociendo, que se presenta como tú misma:
Mucho gusto, ja, muchísimo gusto.
Luego en el cuarto los libros, la ropa regada por el suelo: aquí todo pasa veloz, aquí nada se queda.
O ese recuerdo que te asalta, que te rapta, que te lleva por una eternidad a otro lugar.
O cada vez que despiertas, cada vez que velozmente caes de algún infierno, no sabes donde y en segundos tienes que saber en qué ciudad estás, en qué cama, con quién, por qué.
Analogías del tiempo:
Un número de fichas para jugar a la ruleta.
Un número de granos de arroz para comerciar en el mercado.
El canto de un pájaro que te distrae de tu camino durante trescientos años.
Una calavera con una guadaña y el número XIII
Saturno masticando hijo gordito y llorón.
Un reloj de arena vigilado por un señor de barba blanca.
Los latidos del corazón.
El número de compases en una nota.
La espera.
La memoria.
La vejez.
Lo que dura la consulta con un abogado.
Lo que te roban en tu trabajo.
El único tesoro de los pobres.
Un niño asaltado de pronto por un futuro que desconoce.
Los minutos (las horas, los años) que tarda una mujer en tener un orgasmo.
Lo que dura.
Lo que tarda un hombre.
Los meses de gestación.
La menstruación.
La primera parte de una coordenada.
Una forma de creer que se puede medir el caos.
Lo que es inexorable.
El olvido.
Einstein que era considerado lento en los estudios y por eso inventó la teoría de la relatividad que sugiere que él no era lento ni los demás eran rápidos sino que cada quien tiene su propia medida del tiempo dependiendo de dónde está y cómo se mueve.
El horizonte de sucesos de un agujero negro absorbiendo las piernas de un astronauta mientras arranca su cabeza.
El tiempo que es oro o son centavos de dólar.
Lo que tarda alguien en contestar una llamada telefónica.
El número de pulsaciones por minuto.
Las campanadas de una iglesia.
¿Hay algo antes del tiempo? ¿Y después?
¿Existe lo eterno?
¿Por qué son más fiables los relojes redondos que los digitales?
¿Qué quiso decir Dalí con esos relojes derretidos? ¿Era una broma?
Lo que tarda en consumirse un porro. O una piedra.
Christtt, crickst, chirrr, cricri: ¡una rana gime en la cima de la pipa.!
Lo que más nos preocupa a algunos.
 Sobre el tiempo se puede charlar durante horas, con el cerebro aceitado por la cocaína y una cerveza tras otra.
 El tiempo. Se puede especular sobre él mientras se le mata, de hecho, hablar sobre el tiempo y matarlo es casi lo mismo. 
Si por ejemplo, nos pasamos de rosca con la velocidad de la luz:
Empecemos cantar invocando a las Musas Helioconíadas, que habitan el grande sacro monte Helicón y danzan con sus histéricos pies alrededor de la violácea fuente y del ara del prepotente Cronión. Después de bañar sus cuerpos en las luces de faros en las ciudades y emborracharse celebrando a Dionisio, el de álgido despertar; al rígido Apolo el de ojos encendidos; al fatal Marte el de musculosas piernas; a Afrodita la de olorosa piel, a Démeter la de maternal asfixia; a Poseidón el que canta en los mares de las almas inmensas, a las áspera Tierra, a la dilatada distancia, a la alucinógena Luna, al ardiente Sol y a la sagrada familia de los demás inmortales y sempiternos Dioses. Ellas son las que me raptaron para éste hermoso canto, mientras apacentaba corderos al pie del sacro precipicio. Y las mismas Diosas, las Musas del desapego, hijas de el Trueno, habláronme por primera vez con éstas palabras:
“¡Rústicos pastores, hombre sin dignidad, vientres tan sólo! Sabemos forjar muchas mentiras que parecen verdades y también sabemos decir la verdad cuando nos place.”
Así hablaron las deidades. Cogieron entonces un hermoso ramo de verde Cáñamo y me lo entregaron para fumar, inspirándome una voz divina para cantar lo futuro y lo pasado. Mandáronme así mismo que celebrara el linaje de los felices y desdichados amantes y que a ellas las invocara al principio y al fin de los cantos. 
Más ¿qué puede importarme lo relativo a la nada y a la roca?
Principiemos por las Musas que, cantando en el Olimpo, deleitan el gran ánimo de la madre Soledad al celebrar con sus voces concentradas lo presente, lo futuro y lo pasado. De su boca mana una voz ronca e infatigable y empieza a difundirse el suave canto de las deidades.
Empieza todo en un vacío luminoso como el desierto, comienza en el paso que pretendiendo alejarse del vacío canta la endecha turbulenta del destierro, con sandalias calcinadas por el paso de dragones. Empieza en tu ciudad pidiendo en la penumbra una promesa, empieza en el gran vacío de un viaje infinito hacia la lejanía.
Ante todo existió el Caos y después la tierra de ancho pecho, morada perenne y segura de muy mortales que habitan las cumbres de su nevada soledad; el tenebroso tártaro donde las sombras de los muertos conjugan la canción de la despedida; y Eros, el más bello de los inmortales dioses, que libra de cuidados a todas las deidades y a todos los mortales y triunfa de su fe y de sus apasionadas decisiones.
Del Caos nacieron la Niñez, y la Negra noche de la adolescencia, y de la última, que quedó encinta por haber tenido amoroso consorcio con el Destierro, se originaron el Éter y el Día. La Madre comenzó por producir el cielo estrellado así como la insolente furia de la lluvia tropical
 No, no. Stop. Fww.
Valle de Caracas, en alguna urbanización en las afueras, en donde las bocinas y el smog se disuelven y no llegan, permitiendo que la vida transcurra sin la suciedad y el ruido que caracterizan la ciudad.
Silencio, neblina, un clima agradable, gentecita burguesa que sale a hacer sus compras, la pobreza y la decadencia de Caracas están a media hora de aquí, media hora para huir o para no volver nunca más.
Amanece de nuevo en "El Placer". El uruguayo se encontrará garabateando paredes por el pueblo y su resentimiento.
En éste instante sólo quedan libros arrastrados por el suelo, pantalones desmembrados, su altar de botellas rellenas de acuarela de colores; ésta mañana sólo abundan los restos de su desolación de diecisiete años esparcidos como ceniza por los rincones ,entre los libros, entre esas fotos inmemoriales que ahora yacen en cualquier ataúd de la memoria. 
Ariadna se despereza mientras los latidos de su corazón aún no se normalizan del todo y un reclamo agrio le amarga la laringe. Abre los ojos, los vuelve a cerrar porque fuera el sol ardiente del mediodía le hará sentir que es oscura, se oculta de nuevo.
Busca entre los pliegues del sleeping algún cigarrillo encaletado. Es imposible dar con algo para prenderlo.
Se levanta, revisa los bolsillos de todos los pantalones del cuarto, reúne algo de dinero. Un reloj ruidoso le cuenta que son las once. Se echa un viejo sobretodo sobre el cuerpo desnudo donde hay una cajita machacada y un fósforo húmedo.
No sabe si lo que hace es recordar la noche pasada o si ella se desliza más allá de ese tiempo real como en una carretera que la sigue atravesando aún después de que despierta.
“Soy una sombra fanática que rasga Silenciosa los muros blancos, lamidos por
la luz de los faros, dejando restos de sangre a cada paso. Soy una maroma de las alucinaciones, doy tropiezos o mejor caigo, mientras tus ojos que no entiendo se tienden intoxicados sobre mi desasosiego. Mejor no sangro, bebo, e hilos de cigarro azul me elevan hasta donde el cielo es 
imposible, persiguiéndome para que sea presa fácil de los cazadores de dementes. 
Sin embargo, presiento un aleteo en esas madrugadas, aunque rápidamente se esfuma..."
Baja descalza a la panadería, el largo cabello despeinado, gafas redonditas de Jhon Lennon, costumbres de rockero autodestructivo, la desinhibición de la cocaína aún en la sangre, los restos de la ebriedad, mientras sueña con que después de todo así terminaban las actrices de los años dorados: descalza, libre.
La gente la observa, ¿por qué está desnuda y descalza bajo el sobretodo? ¿Porque es joven? ¿Porque tiene el pelo largo y alborotado? ¿Porque compra demasiado alcohol a su edad y a ésta hora? ¿se preguntaran quiénes serán sus padres? 
Linda urbanización de lujo, lejos de Caracas y su boca de animal que al contrario que la antigua Roma no desciende de la Loba si no que es la loba misma. 
Rómulo y Remo no fundaron esto, esto lo fundaron algunos desaprensivos que vinieron de España, lo fundaron desarraigados, aventureros, buscadores de oro, a Caracas la fundó una circunstancia y a todos los que la habitamos nos tiene allí la circunstancia de no preguntarnos demasiado por qué no estamos en otra parte. 
De todas formas “El Placer” está lejos de los malandros y no llegan autobuses para que no se suban y vengan a robar. A las cachifas que limpian las quintas de las doñas las van a buscar a la parada, que queda lejos, y nada de transporte urbano, que aquí los únicos que tiene que subir tienen coche. Para bajar a la ciudad es necesario pedir cola, estirar el brazo, pero para ella es fácil, porque parece estudiante, y porque a cualquier viejo verde le encanta bajar acompañado de una chama.
Caracas huye de sí misma, dejando el centro para los pobres, los buhoneros y la burocracia.
Ella se siente bien, a ella el ratón, la resaquita, le produce alegría, histeria eufórica. Compra una canilla de pan, veinte bolos de jamón, veinte de queso y un pote de jugo de naranja; dos escaleras más abajo en el supermercado compra una botella de Pampero, tres Polares, un chocolate, un paquete de galletas Óreo. Paga en caja mientras los portugueses la miran risueños. Esto no le hace gracia, no termina de entender de qué se ríen. Ella cuando se ríe así, a solas, generalmente se ríe de lo imbéciles que son los demás, por eso, por mala conciencia, no le gusta que los demás sonrían. Vive en uno de los cuatro apartamentos del Centro Comercial, reservados casi exclusivamente a estudiantes y a ella que a falta de mejores apelativos, se considera estudiante de sociología de campo o lo que en tiempos más románticos se conocía como la universidad de la vida. El piso está desordenado. Un caos relajado. Muebles roídos, latas de cerveza, potes de jugo rellenos de la pasta negra que forman las colillas batidas con zumo de frutas, unos viejos archivos, enormes ventanales sin cortinas y una computadora al fondo. 
Cuando llegó allí aun no conocía a sus cinco compañeros. Sólo sabía que eran estudiantes de la Simón Bolívar. Dos chilenos, un uruguayo, un colombiano y un venezolano. Ella conocía al venezolano de antes porque vivía en el mismo edificio de su madre (y el de ella durante quince años). 
Al principio pensó que se encontraría a unos sifrinitos con cuarto alfombrado y maquetas de avión colgando sobre la cama, pero por suerte no fue así. 
Eran unos rojitos, hijos de los exiliados, que tenían la política en el pasado, en amigos muertos, en padres tristes. Ariadna estaba exiliada pero de su casa. Se lo enseñaron en el colegio: “La familia es la base de la sociedad”, así que la sociedad de su madre era una dictadura, en donde no había libertad de expresión porque un bofetón seguido de la frase “no seas contestona, ¡coño!” establecía los límites de la censura, una sociedad pequeño reflejo de la que estaba afuera ya que había intentonas golpistas por parte de su hermana y ella que eran rápidamente reprimidas con palo y corte de suministros. Luego venían las represalias: encierro indefinido en el cuarto o destierro. Una sociedad matriarcal que a la vez dependía de la fuerza bruta del pendejo de su padrastro tan imbécil y pajúo como los políticos que gobernaban el país. En la pequeña sociedad que teníamos con mi progenitora no se respetaban convenios bilaterales ni negociaciones previas, la violencia de apoderaba de sus ojos y parecía la reencarnación materna de los militares radicales, cuando a la tipa se le iba completamente la perola nos echaba a mí y a mi hermana sin previo aviso: Eso quería decir que nos cambiaba la cerradura de la puerta y no nos dejaba entrar a buscar absolutamente nada por lo que de un día a otro Kenyumeiker y yo nos veíamos como emigrantes huyendo de la guerra civil.
Esta vez habíamos corrido con suerte, un vecino de Yoli y Valentina llamado Eduardo nos había dado visa de turistas en su casa. El tipo era un Economista solterón que vivía en el edificio, por alguna previsible razón siempre invitaba al grupito que se la pasaba en la entrada del Santa Catalina II (preferiblemente sólo a las chicas) a comer o a ver una película. Así que se quedaron en su casa unos días hasta que Kenyumeiker aceptó irse a vivir con Valentina y Yoli, mientras Ariadna habló con Carlos y éste le ofreció una habitación compartida en “El Placer” Eduardo tuvo la amabilidad (y la felicidad) de llevar a Ariadna y a sus maletas (que pudo recuperar después de una semana de incautaciones y expropiaciones por parte de su progenitora) a su nuevo hogar.
(...)De iguales extensiones que ella, con el fin de que nos cubriese a todos y fuese una morada perenne y segura para nuestros bienaventurados Dioses.
Hizo luego las altas escapadas, gratos albergues de divinales reuniones donde viven las Ninfas que animan las conversaciones.
Dio también a luz, pero sin el deseable amor, el estéril piélago de hinchadas olas, al Ponto de mis despedidas; y más tarde, ayudándose con el Cielo de la inocencia primordial, al Océano de magníficos remolinos, a los amigos en ciudades desconocidas, a los ángeles salvadores en la esquina de una noche sonriente, a la Poesía, a la amable Fuerza que me salvó de las caídas, a Crío, a Hiperión, a Japeto, a Tea , a Rea, a Temis, a la memoria. Posteriormente nació el taimado Cronos, que fue el más terrible de los hijos del Cielo y odió a su floreciente padre.
Asimismo parió la madre a los Cíclopes, de corazón soberbio, a la coca, a los Ladrones de salvajes desalientos, a la ciudad asesina repleta de moteluchos de mala muerte, a los Punks de la ironía feroz, que más adelante habían de proporcionarle el trueno a Zeus y forjarle el rayo de los desencuentros. Todos eran semejantes a Dioses pero con un solo ojo atormentado en medio de la frente. Su vigor, su desconcierto y sus desesperanzas pusiéronse de manifiesto en las locuras que realizamos.
De la Madre y el Cielo nacieron aún tres hijos grandes, muy fuertes, nefandos. 
Espectros engañosos en esas carreteras estériles de la altísima madrugada, 
alquimistas locos de la religión de los trashumantes, de los marginados, lágrimas incapaces en ese servicio desgastado de los abismos.
Eran éstos los más terribles de cuantos hijos procrearan la Tierra y el Cielo, y ya desde un principio se atrajeron el odio de su propio padre. Así que nacían, el Cielo en vez de dejar que salieran a la luz, los encerraba en el seno de la Tierra, gozándose en su mala obra. La vasta Tierra, henchida de ellos, suspiraba interiormente, y al fin ideó una engañosa y pérfida trama. Produjo enseguida una especie de blanquizco acero, construyó una gran llave, mostróla a sus hijos y con el corazón apesadumbrado lanzó los restos de su demencia por la ventana de la antiquísima morada, desgajando en mil pedazos los restos de una infancia no tan desgraciada.
Hablóles de esta suerte para darles ánimo:

“¡Hijas mías y de un padre malvado! Si quisiérais obedecerme, vengaríamos el ultraje inicuo que nos infirió vuestro padre; ya que el fue el primero en maquinar acciones indignas…

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