Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Augusto Monterroso
Se durmió de inmediato, como si se hubiese lanzado en parapente desde los mares del infinito, con sed de ese silencio que le había abrazado durante el día, se sumergió hambre, con deseo, con ganas de ver el sol, de pasear por el parque, de encontrar alguna aventura en la pequeña ciudad que justificara su desarraigo, su vagancia, esa absurda manía que tenía de querer irse siempre, de cansarse de todo, de borrón y cuenta nueva.
Se despertó con ganas de conocer a alguien en alguna playa, se despertó con ganas de que nadie lo conociera. Deseaba huir de sí mismo, deseaba nacer de nuevo, deseaba que alguien lo sacara de sí.
Una música perfecta, un sabor delicioso, algo que borrara ese cansancio, algo que sonriera y resbalara por ese tobogán de sol que le calentaba la cara.
Sólo que algunos días, algunos sábados por la mañana, tanto desapego cansaba, aunque no era siempre y tenía sus ventajas, un pequeño paquete de cosas restantes, regalar el exceso de libros, dejar fotos perdidas en casa de algún amigo, en una ciudad a la que nunca volveremos.
Siempre un aeropuerto, un mar que te va inundando, siempre el miedo y la emoción por lo que encontrarás, siempre la certeza de que será mejor que lo que atrás se queda, siempre la convicción de que la distancia genera la fuerza que todo lo borra, ser capaz de seleccionar los recuerdos, ser capaz de no volver a ver un rostro nunca más.
Recordar un día aquel televisor que se tenía, encontrar una postal nunca enviada que ha presentido demasiadas situaciones, nunca enviada, allí, mientras el alma que debía enviarla revolotea como una hoja en otoño por los pasillos del tiempo. La soledad son fotos en la pared, recuerdos de alguien que siempre está huyendo, que no para nunca, que no se detiene sumergido en una especie de nirvana viajero, la Odisea, más vulgar que Dioses y Guerras eternas, pero atiborrada de seres mágicos, de islas y lotófagos, de cíclopes y de hechiceras, pequeños apartamentos, amaneceres en desiertos en Almería, hoteles en la Alambra, playas gallegas oscurecidas de bruma matinal, y una raya blanca, y un asfalto que se desliza, y una música que no cesa en los pasillos de cualquier sudway, cualquier ciudad es la misma para quién anda solo, solo, feliz y desesperado, silencioso y sonriente.
Esa mañana cuando irrumpió el silencio, supo que ya nunca más volvería a creer en los naufragios. Estaba en su cama sí, pero sabía también que ya no estaba en parte alguna, ni en tiempo, ni en lugar. Sabía que ahora era un ente ilocalizable, estaba desmoronándose en pedacitos, como una imagen binaria descomponiéndose en ceros, como una imagen digital volviéndose cuadritos, así supo que todavía respiraba o que lo hacía de nuevo.
El soldado estalló en píxels desesperados, se repartió en e-mails por aquel laberinto intercontinental. Tecleó su nombre un millón de veces, los combinó de todas las maneras posibles.
Tendría que haber abierto los ojos, pues ya no dormía, tendría que haberse levantado porque ya no descansaba, tendría que haberse ido porque el día se acercaba, sin embargo, se quedó así, en esa frontera nebulosa en donde aún podía escucharse el rumor de las amenazas, una nota de acordeón le recordó que si miraba su reloj serían las doce. Revisó su corazón debajo de la camisa, se tocó el cuello para sentir las pulsaciones, sintió una puñalada del lado izquierdo, pero los latidos brillaban por su ausencia, buscó algún vestigio de esa víscera sagrada, de ese pedazo de carne al que los románticos habían dotado de tantos atributos; pero sólo sintió la herida, la herida que suplantando al lugar del crimen había creado su propio hábitat en la oquedad, en ese espacio hueco que ahora se contraía absorbiendo la luz de cualquier cuerpo astral que se atreviera a revolotear.
Ese mediodía, cuando su mano exploró a tientas el lado izquierdo de su pecho supo que no había sobrevivido. Que durante años se había creído un convaleciente cuando en realidad era un cadáver, se había convertido en héroe o en vampiro.
En ese instante lo supo. En el pequeño pasadizo que conduce del estado onírico a la vigilia, en ese pequeño tránsito del silencio, había dado un paso menos de los que necesitaba para despertar. Perdido en su propia madrugada infinita se había burlado del tiempo, había rasgado el manto de los misterios y permanecía colgado de una pierna en el árbol del conocimiento.
II
Estuvo vagando con los motoristas durante su infancia.
A los doce años montó su nido en una chimenea a N.Y; a los quince se unió a un grupo de gauchos; a los diecisiete protagonizó un juego porno por ordenador; a los veinte salió en televisión; a los veintidós le descubrieron un gen único en la raza humana; a los veinticinco le habían implantado varias prótesis cognitivas para que pensara lo correcto; a los 30 tuvo su primer trabajo serio, a los 35 casi se casa, a los 42 aún canta boleros en un bar de La Habana.
Se quedó dormido.
Su cara de niño se fue surcando de mapas, que dividían territorios, que marcaban límites: Guerras, cruzadas, los paganos contra los intolerantes, los sabios contra los necios, bombardeos virtuales que nunca fueron retransmitidos por TV, ergo, no existieron.
Tampoco fueron llevados a un museo, o sea, no son arte.
Sus ojos se escondieron en lo hondo de su cara para que nadie pudiese leerle el alma.
Cuando fue rico, se entregó a la lujuria y al cinismo, cuando fue mendigo un vampiro le regaló la vida eterna; cuando fue marinero una ballena le besó la pierna y él huyó en el cuerpo de Ismael y en vez de zarpar, la vez siguiente optó por el revólver.
Cuando fue reloj descubrió la infinitud del desasosiego y resbaló en dosis de arena por el cristal de la memoria para relatar el peligro de las obsesiones.
Cuando fue joven aspiró el estornudo de los acantilados y el mar furioso; cuando fue guerrero mataba tres dragones por hora.
Fue secuestrado por piratas, y llegó a un lugar donde nadie lo reconocía como Dios. Luego fue indio pero se intoxicó con ayahuasca y se perdió en el origen de los tiempos. Luego fue párroco, luego banquero, luego le arrancó la piel a los osos del ártico, más tarde lloró.
Cuando fue tahúr le emocionó la fatalidad del azar hasta que descubrió sus trampas y pudo predecir de que lado caería la moneda.
Cuando fue ladrón se dio cuenta que era justo y esto se le hizo insoportable.
Cuando sufrió por amor un sicario le disparó tres boleros a la frente, mientras sonreía y lo llamaba miserable.
Nunca fue lo suficientemente vanidoso para dejar de ser soberbio, y un día se descubrió riéndose de amargura.
Lo único que había guardado era la posibilidad de amar, pero la Circe le volvió embutido y un cíclope lo envició con cocaína.
Cuando se sentó a escribir estuvo recordando, y, sintió que alguien le respiraba en la nuca, que alguien lo iba tecleando mientras él se impacientaba y mecanografiaba a su vez, desesperadamente, tratando de salvarse de esa historia, que era la suya, pero no la que él escogía.
Cuando aspiró ese cigarrillo, se dio cuenta de su postura y descubrió la cantidad oculta de sensaciones probables que se escondían detrás de sus sueños; cuando soñó que despertaba siguió nadando en esa acuosidad hermosa de cuadros efímeros que se iban plasmando en el suceder de los días. Era una mariposa o era un sabio chino al que le dio por tener alas azules.
Se metió en una botella, se aseguró de sellarla bien, para que nadie pudiera leer el mensaje sin comprometerse a quebrarla. Fue arrojado a las olas, el mundo azul a su alrededor, peces y serpientes que lo ignoraban porque se limitaba a dejarse llevar. Era inorgánico para fuera y estaba vivo por dentro, pero ningún ser podía olerle. Una mancha de petróleo le robó el horizonte y las corrientes le llevaron lejos, ningún Liliput, ningún huevito impertinente resbalándose de un muro.
Pero fue lento el viaje, porque él aunque diminuto era más pesado que el agua que lo envolvía. En una isla desierta se cargó a un adulador al que le decían Viernes. Y se escondió de todos los barcos que pasaron.
Luego lo descubrieron momificado y detrás de él adivinaron una Era.
Despertó.
2 comentarios:
Marlly vuelve a la poesia, los blogs están impregnados de la lógica del zapping, ó... escribe el libro en papel. Resulta difícil ajustarse a los formatos ¿que decía de esto Cioran?
No, lo imprimiré y lo leeré en la cama, besos.
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